LAS VERDADES DE MI MADRE
Publicamos esta crónica con autorización del Maestro Alberto Salcedo Ramos. Tomada de su libro La eterna parranda. Crónicas 1997-2011 (pp 416 a 419). Libro autografiado y todo.
LAS VERDADES DE MI MADRE
por Alberto Salcedo
Ramos
El mejor Cronista del país y uno de los mejores del planeta, el Maestro Alberto Salcedo Ramos Fotografía tomada de http://lachachara.org/2015/08/la-celebracion-del-periodista/#prettyPhoto/2/ |
En la infancia pensaba que Ledia Ramos Quiroz, mi madre, era
mayor que mi abuelo. Supongo que mi impresión se debía a que ella, con
sus175 centímetros de estatura y su aire de mando, parecía empequeñecer
todo lo que la rodeaba.
Yo alardeaba frente a mis primos: les decía que mi
madre era tan inteligente que no necesitó nacer niña y por eso había sido
grande desde chiquita. Todo lo suyo era serio, desde el color de sus ensaladas
hasta el diseño de la ropa que nos compraba: camisas grises para mí, faldas
hasta los tobillos para mi hermana.
A
ella no le gustaban ni el ruido, ni la histeria, ni las parejas que se besaban
en la calle, ni los niños que se sentaban a la mesa sin lavarse las manos, ni
las mujeres que llamaban siete veces diarias a la casa del novio, ni los
hombres que se descamisaban en público.
Todavía
hoy me parece que su sentido del deber era dramático y en algunos casos hasta
desconsiderado con ella misma. También se me antojaba excesivo el rigor
con el que solía entregarse a la búsqueda de la verdad, aun en los casos en que
esa verdad podía resultarle adversa o dolorosa. Mi madre era incapaz de regalar
un piropo en el que no creyera. Mi madre odiaba el engaño, así éste se
mimetizara en un objetivo aparentemente razonable, como el de amortiguar la
calamidad con una pirueta del lenguaje. Mi madre jamás se ponía capuchón para
expresar —siempre en voz alta y sin rodeos— sus opiniones. Más de dos veces la
vi correr el riesgo de decir la verdad incómoda a la que los demás le temían,
simplemente porque para ella ninguna mentira era piadosa.
Cuando
le salieron las canas, cuando le nacieron los primeros nietos, aprendió
—cautelosa, sabia— a manejar sus propias intolerancias, para no sufrir a costa
de ellas ni fastidiar a las demás personas con sus reclamos. Ya no perdía el
tiempo amonestando a los ruidosos con una mirada fulminante, como en el pasado,
sino que se apartaba del escándalo, en busca de una trinchera donde poner a
salvo su tranquilidad.
En
el centro de todo ese sentido psico-rígido del orden, mi madre era un melocotón
que se deshacía en el paladar: nos hacía cosquillas hasta sacarnos las
lágrimas, nos escondía un juguete cualquiera y nos retaba a que lo
encontráramos, mientras iba repitiendo en voz alta las palabras “frío”,
“tibio”, “caliente”, según estuviéramos lejos o cerca de lograr el objetivo;
nos daba un confite de almendra por cada beso sonoro que estampáramos en sus
mejillas. Si yo pudiera morir acostado en mi cama mientras contemplo los
arabescos de las telarañas en el techo, y si tuviera, además, la oportunidad de
elegir en ese momento la imagen con la cual quisiera irme de este mundo,
escogería el siguiente recuerdo. Veinticuatro de diciembre de 1973. Yo tenía
diez años. Estaba estrenando un pantalón blanco de lino que mi madre me había
regalado ese mismo día, por la tarde, con una de sus advertencias favoritas:
—Ya
sabes, m’ijo: este pantalón es muy elegante. Trátalo como si fuera un arreo de
la iglesia.
Sin
embargo, esa noche, en vez de andarme con remilgos para proteger el pantalón
como ella proponía, me fui a merodear por el cine de Arenal, el pueblo en el
que vivíamos. La calle, que en aquel tiempo no había sido pavimentada, era una
polvareda de espanto debido a la aglomeración de gente. La muchedumbre estaba
reunida alrededor de una mesa de madera rústica, sobre la cual giraba una
ruleta llena de números. Yo me quedé fascinado frente a los colores de la
rueda, frente al sonido que producía cuando rotaba, frente a los alaridos
tremendos de los adultos. Me impresionaba – supongo – el poder imprevisible del
azar. Entonces me animé a apostar los cinco pesos que me había regalado mi tío
Gonzalo y, para mi sorpresa, gané: de un solo tirón resulté embolsándome
treinta y cinco pesos. Con las ganancias compré, entre otras cosas, una
empanada de huevo para obsequiársela a mi madre. Estaba tan embriagado por el
sabor del triunfo, que me guardé la empanada en el bolsillo izquierdo del
pantalón. Mientras corría desbocado hacia la casa, sentía la sensación de
llevar en el muslo un tizón prendido. En cuanto llegué, mi madre notó,
aterrorizada, el círculo amarillento de grasa que había convertido mi pantalón,
mi fino pantalón, en un trapo de miseria. En seguida corrió hacia mí con el
rostro transfigurado por la furia. Era evidente que se aprestaba a troncharme
la cabeza. En ese momento me saqué el paquete del bolsillo y le dije:
—Mira
lo que te compré, mami.
Su
semblante pasó sin ninguna transición de la rabia al regocijo. Me besó en la
frente una y otra vez, me apretó emocionada contra su pecho, los ojos llorosos,
la risa alborozada, como celebrando de golpe la ruina del pantalón, solo porque
le permitía recibir aquel detalle cariñoso de su hijo bruto. A menudo, cuando
las cosas no van bien para mí, me aferro a este recuerdo estremecedor como el
náufrago al salvavidas.
En
mayo del año 2000, cuando me enteré de que mi madre padecía cáncer de páncreas,
les rogué a los médicos que le ocultaran la verdad. Quería evitar que el susto
la matara antes que la enfermedad. Los médicos desoyeron mis súplicas y le
aventaron la mala noticia de un modo que a mí se me antojó demasiado brutal.
Ella se impresionó mucho, lloró, rezó, dijo que quería seguir viva. Sin
embargo, no resistió la cirugía que le practicaron. A veces creo que no la mató
el bisturí sino la angustia de saber que estaba gravemente enferma. Entonces
repruebo al doctor que, en contra de mi voluntad, se atrevió a contarle el mal
que tenía. Pero al final termino entendiendo que mi madre, mujer de una sola
pieza hasta el último aliento, no hubiera aceptado ni siquiera esa mentira.
Es un cuento muy lindo porque nos recuerda parte de nuestra vida y como debemos aprovechar nuestros momentos con nuestras madres antes de que ya no podamos
ResponderEliminarBello y estremecedor relato, que conmueve hasta las lágrimas.
ResponderEliminarLas verdades de mi madre de Alberto Salcedo Ramos es una típica crónica de la vivencia en una casa hogareña, con una madre controladora y disciplinaria, que toda persona tiene, pero Ramos narra esta historia de tal forma que hace que ese hecho normal se vuelva un acontecimiento especial. La historia se desenvuelve en los pensamientos que el autor tiene sobre su madre y su opinión hacia ella, que cambia dependiendo del progreso de la historia, pasando de una madre muy tradicional y conservadora, a una mujer más tolerante, cariñosa y dramática, adquiriendo esto debido a las diferentes anécdotas que pasan desde ver a su hijo con los pantalones nuevos sucios con grasa de empanada que pensaba regalarle, hasta tener que aguantar su odio al ruido y desorden que generaban sus nietos. El autor resalta de todos los valores de su madre la rigorosa búsqueda de la verdad, aun en los casos en que esa verdad pudriera resultar adversa o dolorosa, “Mi madre odiaba el engaño, así éste se mimetizara en un objetivo aparentemente razonable, como el de amortiguar la calamidad con una pirueta del lenguaje”, es así que hasta en el año 2000, el autor relata que su madre siempre quiso saber la verdad así fuera el hecho de que tenía cáncer de páncreas y que pronto moriría, que el tanto intento ocultar para que los últimos días de su mamá fueran en paz, pero sería dañar la memoria de esa mujer que ni siquiera hubiera aceptado esa mentira. Esta crónica nos lleva a reflexionar, el valor de las madres, sus enseñanzas, todos los recuerdos que tenemos de ellas, además de aprovechar todo el tiempo que tengamos con ellas para demostrarles ese amor de hijos. Por otro lado, nos impulsa a practicar el valor de la verdad, de no mentir, aunque sea piadosa, siempre es mejor decir la verdad sin importar lo que esta conlleve.
ResponderEliminarLas verdades de mi madre de Alberto Salcedo Ramos es una típica crónica de la vivencia en una casa hogareña, con una madre controladora y disciplinaria, que toda persona tiene, pero Ramos narra esta historia de tal forma que hace que ese hecho normal se vuelva un acontecimiento especial. La historia se desenvuelve en los pensamientos que el autor tiene sobre su madre y su opinión hacia ella, que cambia dependiendo del progreso de la historia, pasando de una madre muy tradicional y conservadora, a una mujer más tolerante, cariñosa y dramática, adquiriendo esto debido a las diferentes anécdotas que pasan desde ver a su hijo con los pantalones nuevos sucios con grasa de empanada que pensaba regalarle, hasta tener que aguantar su odio al ruido y desorden que generaban sus nietos. El autor resalta de todos los valores de su madre la rigorosa búsqueda de la verdad, aun en los casos en que esa verdad pudriera resultar adversa o dolorosa, “Mi madre odiaba el engaño, así éste se mimetizara en un objetivo aparentemente razonable, como el de amortiguar la calamidad con una pirueta del lenguaje”, es así que hasta en el año 2000, el autor relata que su madre siempre quiso saber la verdad así fuera el hecho de que tenía cáncer de páncreas y que pronto moriría, que el tanto intento ocultar para que los últimos días de su mamá fueran en paz, pero sería dañar la memoria de esa mujer que ni siquiera hubiera aceptado esa mentira. Esta crónica nos lleva a reflexionar, el valor de las madres, sus enseñanzas, todos los recuerdos que tenemos de ellas, además de aprovechar todo el tiempo que tengamos con ellas para demostrarles ese amor de hijos. Por otro lado, nos impulsa a practicar el valor de la verdad, de no mentir, aunque sea piadosa, siempre es mejor decir la verdad sin importar lo que esta conlleve.
ResponderEliminarCon esta lectura, es posible darnos cuenta de algo muy común como resulta ser el ver a nuestra madre como un ser superior a los demás, un ser que impone sus normas para que todo se realice en torno a las mismas. Por otra parte, según la idea que pudo crearme el texto respecto a la madre del autor, también puede resultar algo familiar la cuestión de que en algunas ocasiones lleva sus protocolos a los extremos pasando incluso sobre ella misma. Por último, estoy en desacuerdo con la opinión del autor acerca de lo que sucedió con el doctor, independientemente de su ideal, él sabía que su madre prefería la sinceridad sin importar lo dolorosa que resultara para ella o para los demás.
ResponderEliminarCon esta lectura, es posible darnos cuenta de algo muy común como resulta ser el ver a nuestra madre como un ser superior a los demás, un ser que impone sus normas para que todo se realice en torno a las mismas. Por otra parte, según la idea que pudo crearme el texto respecto a la madre del autor, también puede resultar algo familiar la cuestión de que en algunas ocasiones lleva sus protocolos a los extremos pasando incluso sobre ella misma. Por último, estoy en desacuerdo con la opinión del autor acerca de lo que sucedió con el doctor, independientemente de su ideal, él sabía que su madre prefería la sinceridad sin importar lo dolorosa que resultara para ella o para los demás.
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