ÉRASE UNA VEZ UNA POETA EN EL REINO


En estos días la poesía es alivio, ungüento, refugio para tanto ruido. Como comienza lo que en Duitama se llama la Semana Bolivariana, buscamos poesía que haya nacido en estas calles… y nos reencontramos con Carnadura (2016) de Diana Sanabria… Compartimos el prólogo y algunos de sus poemas seleccionados por la poeta… Antes de ceder del todo a lo que el genial Ariel Ávila ha pensado, es decir, en tirar la toalla… que es una forma de entender lo que Álvaro Mutis comprendió hace décadas al señalar que el único problema político que a él le interesaba era la caída de Constantinopla en manos de los infieles en 1453… quizás el ángel que nos sigue a cualquier parte nos anime desde estas palabras cuya génesis es esta ciudad mágica a pesar de todo y en dónde el verde también es de todos los colores… Los invito a pensar en el epígrafe de Fernández Retamar que utiliza Diana en uno de sus poemas... Ahí nos vemos...

ÉRASE UNA VEZ UNA POETA EN EL REINO

Diana Sanabria. Fotografía cedida por la autora. 
Si Roberto Juarroz tiene razón y solo la creación puede explicar la creación, es poco lo que se puede decir sobre un libro de poemas desde el territorio de la lógica racional, tan pregonada en estos tiempos. De hecho, la poesía es una lógica tan distinta, que a estas alturas del partido no me cabe duda que es una forma de resistencia en términos éticos, ontológicos y políticos. Es un territorio abismal en el que se forja lo humano, y en el que como una expresión de libertad se rejuvenecen los recuerdos, esas ruinas de nuestro paso por el mundo. Y eso es Carnadura, un vestigio de lo humano en una ciudad de lento amanecer, atiborrada de vitrinas, por la que se pasean todavía algunos seres de otros tiempos que encontraron en el arte, un salvoconducto para ir por los días y no terminar de sucumbir, frente a las efímeras y banales exigencias de esta época. Diana Sanabria ha elegido la poesía porque es el camino a esos otros senderos de la palabra que permiten que las heridas cicatricen. Seguramente el maestro Mauricio Grillo los conocía, y quizás por eso mismo sus discípulos terminaron explorando en otros sentidos tratando de encontrarlo y de encontrarse. Si carnadura es una condición de quién se desdobla y encuentra el ser, también es la capacidad que tienen los tejidos para cicatrizar esas fisuras, y Diana Sanabria logra en sus poemas dar cuenta de estos prodigios que alcanzó a rastrear en las tablas y en el antiguo arte de la amistad, solo que ahora ella se encuentra en el gran teatro del mundo como escribió hace algunos siglos don Pedro Calderón de la Barca, y como sabían los griegos desde hace miles de años, y entonces se propone transmitir a través de la escritura, los hechizos que produce el infinito que nos mira. Así entonces tenemos que la tremenda y hermosa herida de la existencia se hace palpable a través de sus poemas. Escritura contenida, audaz y reposada; reflexiva, caustica e inocente. Irónica y directa; deja entrever un manejo del lenguaje que hace del libro un verdadero hallazgo en estas tierras tan adictas a confundir la pésima escritura con poesía. Celebro el libro de Diana Sanabria y me alegro por el reino que ve nacer a una poeta, a una mujer que trabaja callada al margen de tanto círculo pintoresco que ha hecho de las letras un campo de batalla, en el que la actitud sicarial es tarjeta de presentación y requisito no sólo para ejercer la crítica fácil, también el único argumento para sostener el ridículo arte de la simulación. Ahora el libro andará por el mundo al margen del mundo, y llevará con él una serie de imágenes que tanto obstáculo no nos deja ver, y ese es precisamente uno de los principales méritos de este libro que el lector tiene en sus manos, Carnadura no solo nos permite comprender que la carne es el espíritu como dijo Nietzsche, nos enseña que los poemas, aunque palpiten en la sombra, son la otra forma de mirar y de mirarnos.

Miyer Fernando Pineda



La casa que se resquebraja dentro de mí nadie la habita;
nunca una luz ni una ventana abierta

Hernán Vargas Carreño

Eso fue por los días en que se caminaba descalzo,
cuando nos levantábamos a las seis de la mañana
y la cocina permanecía caliente por la estufa de carbón.

Si mal no recuerdo teníamos muchos vecinos,
pero no una cama para cada uno de nosotros.

Abundaban las matas, el pan y las tareas
y un perro grande cuidaba la casa.

Todo eran cultivos y rezos, sopas y purgas,
noches con pájaros,
calles amarillas como grietas,
días con rodillas raspadas
y juegos entre niños con mocos.

Allá en la escuela.

También había una montaña
y desde ella se veía el pueblo y nuestra vejez.

Un día vinieron a visitarnos un par de enfermedades
buscando a mi padre,
y nuevos caminos para mis hermanos mayores.

Aprendí a quedarme,
también a sembrar palabras,
a labrar la tierra
y a subirme al tejado para escapar del mundo.

No aprendí a despedirme,
no aprendí a cocinar muy bien,
nunca aprendí a crecer.

Sin más, nos empujó un soplo fuerte
y la casa se quedó ardiendo en llanto.

Ya no hay un perro, y nuestras voces de niños juegan encerradas,
aunque las frutas de los árboles viejos
se empeñan en seguir naciendo.

Allá a lo lejos está ese tiempo.

Ahora soy una mujer,
pero esta noche quisiera caminar descalza.


Plegaria

Que su sonrisa no se contamine de recuerdos atascados en la garganta
y pueda traspasar los ecos de mi muerte.

Que su vivacidad hiera la raíz de la montaña y perdidas cantemos con el ron de la noche hasta las
orillas de sus acantilados para renovar el sueño.

Que su candor nos persiga hasta la jaula de los huesos,
e invada al ángel perverso de nuestra conciencia.

Que el colibrí que duerme en su vientre
retumbe en el laberinto de sus miedos, nos muestre la magia
de los llantos y nos cuente la historia de nuestra juventud.

Que su abrazo se mantenga abierto al holocausto de la distancia,
al corazón podrido del olvido,
destrozando las aldabas del silencio.
Para Dayana Guevara




No se puede escapar más que hacia arriba
André Guide

Hermanos míos celebremos este funeral,
ya esos tiempos son historia,
ya las riendas están atadas a los huesos regados de nuestros vivos.

Es primavera,
oremos según prescripción sacerdotal.

Caminemos en hilera hasta el sepulcro.

Honremos el pacto del sacrificio con nuestro silencio,
resignémonos sobre la piedra.



A mis hermanos padre

Cuando padre partió todos fuimos llegando
y acomodándonos en la sala de madera lo fuimos llorando.
Sin lágrimas.
Cada uno, a su manera.

Todos con el rostro como un trozo de piedra,
pero con el corazón engarzado en el alambre de púas
que encierra el potrero de los animales,
el mismo que encierra esa actitud recia
que nuestra abuela paterna nos dejó sembrada en la huerta.

Madre atendía a los amigos que traían rezos y flores de sus casas,
sin dejar de mirarnos el pulso, el alma y el silencio.
Mis hermanos lo llevaron hasta el pueblo,
y atrás, por el camino destapado, en la cofradía de la comparsa
con el sonido de los pasos,
fuimos tocando en silencio nuestra despedida,
él no dejaba de sonreír y escribiendo en nuestra mente sus recuerdos,
dejó que lo viéramos la última vez.

El pueblo parecía una fiesta.
Muchas personas abrazaban nuestro cuerpo
y se quitaban el sombrero cuando abríamos
la puerta a la otra dimensión.

Han pasado algunos años,
pero padre vuelve cada noche en nuestros sueños,
y me deja verlo en los ojos de mis hermanos,
en algunos de sus gestos, en la forma de sus manos,
y en mi forma de pensar.
Yo, lo arrullo como a un hijo,
mientras Madre inmóvil le susurra cada vez que vuelve al pueblo.


Poesía

Ni siquiera sacando del espejo día a día cada uno de sus rostros
logra esconder el cadáver que es,
el ovario infértil que no deja de parir.

Se ríe como niñita ingenua,
abrazando las palabras como un hermoso cáncer.

No sabe dar tregua,
por eso se traga a sus propios hijos
tapando con celo su propia náusea.

Y sin dejar de morir,
se echa a andar cada noche para sembrar el alma.


Los padres son forasteros hijos que no quieren hijos,
pero tienen que ser padres
para que nos los devore el pecado de ser libres.

Se quejan, lloran y ruegan para poder ser niños nuevamente,
y son humillados por dejar ver su desnudez
cuando quieren nacer entre la hierba,
algunas veces aparecen en las copas de los árboles,
llorando entre gritos.

Siempre quieren escapar, lo planean en silencio,
lo sueñan y lo escriben en sus pequeñas libretas de lata oxidada.

Sus hijos se ríen de ellos en medio de la noche,
y cortando cada uno de sus sueños, remiendan lindas colchas de retazos
que van quemando cuando sale el sol.


Paso todas las noches recorriendo un libro en el lomo de un caballo muerto,
en su corazón que ya no palpita hay un cajoncito de lata donde el abuelo se esconde de sus enemigos.

Desde allí me cuenta sus historias de judío errante,
con sus ojos de carbón caliente,
para que la noche no tenga que parir los recuerdos que se le han ido esfumando.

Yo siempre tengo que partir a la madrugada,
y subiendo a pie las páginas más súbitas me envenena el espanto.
El espanto de terminar el libro, sin alcanzar a conocer su rostro.

Él se queda en su cajita vigilándome hasta donde alcancen sus palabras,
yo volteo para verlo desde la distancia,
me dice adiós mientras se oye el llanto de un recién nacido.
Son sus recuerdos llenos de frío, amamantados por lo que queda de la noche.

Mañana ya no volverá el caballo,
El abuelo sabe que hoy recorro la última palabra.

Avisos

-Se alquilan disfraces.
-Se vende casa.
-Se dicen mentiras.
-Se compra chatarra.
-Se arrienda cuerpo.
-Se amasan sueños al detal.
-Se hacen masajes.
-Se leen las cartas.
-Se rompen corazones a domicilio.
-Se cosen esperanzas.
-Se venden minutos.
-Se buscan recuerdos.
-Se necesita empleada.
-Se planean secuestros puerta a puerta.
-Se soportan ausencias sin cuota inicial.
-Se perforan soledades con dolor.
-Se necesitan actores para grupo de teatro.
-Se arreglan matrimonios.
-Se olvidan rostros sin finca raíz.
-Se obliga a creer en dios.
-Se dictan clases de convivencia.
-Se fabrican repuestos para el alma.
-Se nos está acabando el tiempo.



Nosotros los sobrevivientes,
¿A quiénes debemos la sobrevida?

Roberto Fernández Retamar

Cuando el tío abuelo era parte de este mundo,
ya entre sus ramas aún verdes se escuchaba el hambre,
y desde sus largos brazos ya se fermentaba la revolución.

Él y algunos de sus amigos más queridos tuvieron que escapar
en el lomo de caballos muertos, subiendo por la montaña de humo
hasta llegar al umbral de su conciencia.

Martillados por la temida autoridad, la libertad aún era su propósito.
Por eso llegando hasta las puertas del infierno, encontraron pan y un trozo de respuestas.

Se alimentaron también de muchas voces,
propuestas en labios de mujeres recias que parían en la tierra.

El tío abuelo envejeció sembrando en la huerta un libro rojo,
que llenó de raíces toda la casa,
tuvimos que entregar sus páginas por todo el pueblo,
que todavía tiene hambre, pero no sabe escapar.

Tío abuelo ¿Dónde encontramos la montaña de humo?
¿Dónde los amigos?
¿Dónde las mujeres recias?
¿Dónde los caballos muertos?


Soy mi propio hijo y no puedo parirme.

Herida entre las ramas de esta cama,
arrullo las entrañas de mi instinto.

Empiezo por desnudarme la desdicha
y buscando la mejor posición para sacarme,
voy sangrando algunos recuerdos.

Las piernas abiertas me dicen que fui niña,
que tuve muchos hermanos,
zapatos rotos,
juegos crueles,
y el cabello suelto

Pero la primera contracción que es la realidad
me hace envejecer de nuevo,
y mientras trato de pujar una falsa sonrisa
el feto que soy se aferra al líquido de los sueños,
gritando que hoy es mejor abortarme con olvido.

Por eso me arranco el vientre
y se lo regalo al viento.

Ahora solo me queda cantarme
y esperar que un día esta esterilidad quiera parir de nuevo.


Con un contrato empañado de tiempo me cercenaron las ideas,
y entre pasillos me obligaron a esconderme del sol,
pude abrir los ojos en la cueva sin luz,
donde sólo había un espejo y algunos fantasmas mojados.

Cada día me visitaban pequeños demonios
que cantando sus rondas devoraban mis recuerdos.

Mi casa se desmoronaba entre sus garras,
caían pedazos de inocencia,
y uno que otro amor estallaba entre sus dientes.

La apuesta era aguantar sobre la cuerda floja cada día,
sin cansancio.

Mis pies fueron convirtiéndose en raíces
y mi cuerpo en un ataúd de rumores.

He aquí el hombre que soy.

Una esfinge sencilla que se apaga en una palabra,
ahogándose con su propia saliva.



El bordón de mi padre
parece una serpiente ciega,
que añeja de caminos me invade los ojos
con sus bailes fermentados bajo las llamas de la lluvia.

Se esconde atrás de la puerta de mis miedos
para espantarlos como a perros rabiosos
justo cuando me arrinconan hasta la soledad.

Conserva el olor de sus pasos rojos
haciendo ritmo con los míos
y se duerme con su propia sombra en las mañanas,
delirando entre cada uno de sus cantos.


DIANA SANABRIA nació en 1984 en Cerinza (Boyacá). Además de poeta es actriz de teatro y psicóloga social. Es una de las líderes de la Corporación Cultural ATABANZA.

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