CANTO NEVADO O LA MEMORIA ETERNA DE LO EFÍMERO

 

Mientras a los amigos y compadres les persiguen su locura, otros supieron refugiarse en la poesía para hibernar estas épocas tristes y terribles que comprueban una vez más la inhumanidad de lo humano. Desde el sur llegan noticias gratas a pesar de todo; el 2020 no pudo frenar la poesía y se publicó el libro Canto Nevado del maestro Jorge Eliécer Ordóñez... y uno de sus lectores, desde las orillas del río Pance, nos envía una reseña-ensayo que puede servir de abrebocas para luego adentrarse en el reino que delimita el libro. Pasen la voz a ver si llega el texto y la dedicatoria a sus respectivos dueños, mientras se piensa en aquella sentencia milenaria ¿para qué poesía en tiempos de miseria? La historia de Colombia podría aventurar una respuesta...

MFP

CANTO NEVADO 

O LA MEMORIA ETERNA DE LO EFÍMERO

 

Para Gabriel y Yolanda, en fraternal y esperanzador abrazo…


 

Jorge Eliécer Ordóñez Muñoz (2020). 

Anzuelo Ético Ediciones: Cali.

Artes de diseño y diagramación: Orlando López.

 

1.

Llega la noche con sus selvas milenarias y sus aves picoteando la música del universo, el envés de su vuelo; llegan criaturas nocturnas e inocentes envueltas en su instinto y su ternura; han atravesado el valle de la existencia, ajena a la percepción humana, y ahora lucen su respiración en la orilla de los sentidos; vienen a beber en la poesía de Jorge Eliécer Ordóñez; buscan aliviar la sed del camino que los habita. El poeta, sin cavilar en la caída, contempla esa metáfora, luego procede a resguardar las resonancias en imágenes que señalan la opresión que ampara cada paso en ese trance, en ese habitar sin rumbo a merced de los días. Ya lo había señalado Steiner, “la opresión es la madre de la metáfora”, y el poeta, a merced de la belleza, se encuentra en ese umbral de la barbarie que permite contemplarla.

La lectura de Canto nevado (2020) muestra que el poeta es ese umbral entre poesía y barbarie, a través del cual se puede apreciar la serenidad de lo bello -privilegio asumido por contados hombres- en un trasfondo de crueldad desatada.

En esta ocasión, Jorge Eliécer Ordóñez, ha elegido la prosa como instrumento; y al menos en estos recipientes etéreos, el poema reconfigura la realidad que lo circunda y que pareciera determinarlo. Se escucha al fondo de los días el canto de la nieve en un mundo vacío, en el que el infierno se perfecciona a la medida del hombre y de su andar oscilante, en los terrenos de lo siniestro; pero el poeta sobrevuela esas ruinas que ya rozan lo mágico para destruirlo, y desde lo alto, atestigua la ciudad nocturna e inmóvil con sus diminutos incendios cotidianos.

El verso se funde con la prosa como herramienta de memoria; así explora resonancias y sentidos en una escritura catártica, rastreadora de la esencia de lo humano, en esa tormenta de arena que la ha sepultado en los intersticios del tiempo y de la historia; el sujeto como herrumbre de la máquina, se resguarda entre líneas y define al poeta como rastreador de lo poético, en medio de la miseria y el absurdo. Entonces, el poema se convierte en vestigio del ser manifestándose en mitad de los despojos.

En Canto nevado, el poeta carga el peso de una ciudad bárbara porque una ciudad se puede contar como un cuento de hadas, y porque todo cuento de hadas se origina en la barbarie; pero gracias a la divinidad llega la lluvia, y en ella el temblor, los ecos del diluvio; cada criatura lleva en su sombra la huella de  esa catástrofe, lo comprueba su deambular por las páginas del libro; la ciudad nocturna y sus criaturas,  han venido a guarecerse en él; y a lo lejos, el fondo exuberante, esa naturaleza impávida ante el avance del desastre de moradores fugitivos, sordos ante el silencio y el canto nevado de las chicharras y las aves luminosas que se desprenden desde el sol.

Nuevamente, Ordóñez y su paganismo sacro, constatando el mundo y sus profesiones inauditas y estériles, paliativos para negar la vida y esperar la muerte frívola; otra vez ese estilo poético: el lírico diseño de la imagen-huella, de la imagen-vestigio, que termina evocando el asombro luminoso de la memoria eterna de lo efímero. Artesano de la palabra, diseña y construye organismos vivos, imágenes orgánicas que al ser descifradas por el lector, alcanzan a ejercer el arte de la nostalgia. Acercarse a sus poemas, es pensar en el naturalista que navega mares y atraviesa territorios en busca de lo mágico, revelado solo a lectores capaces de develar el asombro, aunque el precio que deba pagarse sea la nostalgia:

 

“Tan solo has llevado la piedra mediocre de tu cordura en la espalda encorvada. No eres Sísifo, eres un picapedrero a quien la tarde increpa. Años atrás soñaste con cambiar el mundo, pero el mundo te cambió con falsas utopías” (p. 15).

 

La utopía es que, en la película de la vida, mueran todos, menos los caballos: así se ofrece la poesía de Jorge Eliécer Ordóñez; nos enseña que el agua es la semilla; reflexiona sobre la existencia, sus roles insospechados para que todo funcione, para que algo de dignidad se eleve por encima de la podredumbre. Es lógico, por tanto, que el poeta deba referirse a ese no-lugar, -ya Steiner había señalado que “las utopías moribundas arrastran veneno tras de sí”-, porque en un reino que solo sabe hacer la guerra, la poesía condena las falsas utopías aunque termine por convertirse en una; sin embargo, la poesía de Ordóñez se propone como un desafío distinto para el pensamiento; si la utopía es poesía construyéndose a través del pensamiento, la sencilla y afortunada posibilidad de comprender algunas cosas, de vislumbrar la misión oscura que llamamos destino y cifrarla en imágenes poéticas, es un vestigio digno y quijotesco en tiempos en que lo humano como ideal se desvanece para dar paso a lo inhumano:

 

“Un rayo de sol lo fija en la mañana, le confiere el milagro de estar vivo, de reptar en este campo de batalla, como todos, cumpliendo una misión oscura, un objetivo insospechado” (p. 23).

 

Las palabras piensan el mundo, descifran sentidos distintos que se integran de inmediato al universo porque ya estaban en él, porque no se puede crear nada que no exista o que no haya existido; porque cualquier palabra es la comprobación del silencio, del cauce al que nos arrastra de manera inevitable el monstruo indiferente de la historia; utópico el poeta refiere una “misión oscura” y “un objetivo insospechado” para una criatura milagrosa, porque vive al margen del ruido de la máquina; las imágenes construidas con palabras, refieren ese asombro:

 

“No lleva más en sus ojos castaños de jaguar enlunado que tanto horror han visto” (p. 27), “con sabiduría las palabras trepan por los juncos, última luz sobre los remos” (p. 28), “Y ahora debo seguir mi camino sin mirar, ni siquiera de reojo, las ruinas que quedaron encendidas” (p. 35).

 

La poética de Jorge Eliécer Ordóñez, dignifica al ser al margen de los hombres; recuerda a las criaturas que se han ido a la selva del olvido, lejos de nuestra especie y sus amores fugaces, porque son un espejo que refleja nuestra propia cara: estamos a merced de la belleza y no nos interesa, respiramos en una parte del universo y sus infinitos, pero precisamos la nada:

 

Sus helados de paila, hechos con el hielo sempiterno de los volcanes tienen tanto de mula sonámbula, como de lana y humus, sonrisa postergada y sollamo en las manos” (p. 33).

 

“Como sombras, como niebla” (pp. 32 y 33) es un poema que golpea la cotidianidad para que retornemos a la infancia: en esa época no hay televisión por cable, la pobreza no lo permite, pero en la televisión pública hay programas que sacuden: vemos un documental sobre unos compatriotas que trepan las cumbres para bajar la nieve y hacer helados… eso nos deja una cicatriz que no sabemos explicar, y eso es precisamente la poesía; décadas después, el poeta intenta recordarnos que lo importante es lo inexplicable en un poema que cabalga limpio entre Watanabe y Lezama Lima. Hombres que siguen el camino del hielo; hombres a merced del vaho y de la fuerza de la mula, sonámbula en el abismo que la mira y guía su paso de orilla entre la niebla.


2. 

Ordóñez rastrea lo épico a través de lo efímero; ese es uno de los rasgos de su poética, guiada una vez más por el abismo consciente del sonambulismo, que la enruta entre la isla del caribe y el reino austral tan duro y contundente en sus poetas. Ya Ordóñez ha tejido su legado, su visión de mundo de maestro artesano que traduce la memoria del río a la orilla de los hombres.

El poema “Ceremonial con uñas” (p. 30), explora al artesano, es decir, al hombre puliéndose a sí mismo, alivianándose; se fija en el aparente anodino ritual de enfrentarse a sus demonios, de atreverse y mirarse en el espejo y delinear la silueta que se es; así se consuela un poco la hojarasca, así atraviesa el aire para refrescar el patio baldío que es la condición humana.

En los bordes se piensa el ser como quijotada, a pesar de los discursos y las ideologías pretensiosas, porque toda poética resguarda una ética, sencilla y poderosa, en un escenario laberíntico que extravía lo humano; los poemas son símbolos en el mapa del laberinto salvaje que habitamos, un escenario que comprueba que la palabra también acompaña la barbarie: así entonces el poema es moneda, oráculo, en cuyos lados se encuentran el deseo y el anzuelo: vida y muerte en las sendas que nos quedan, o en lo que nos queda de camino.

Así traza Jorge Eliécer Ordóñez una escritura cargada de tonalidades pictóricas, cromáticas sobre un fondo gris que no va de la mano con el oscuro de la noche fulgente, y en ella, resonancias rozando la piel, el tacto para palpar la noche en el cuerpo hechizado por los astros.

Es una poesía sensorial; el libro sintetiza el estilo de esta escritura signada por la exploración de la música cromática; poesía sinestésica para el ser obnubilado, aprisionado en los monólogos vacuos de los tiempos por venir. Talita cumi se susurra en el poema “El congelado”, “Alguien debió susurrarle en el oído, talita cumi, porque el frío extremo aguza los sentidos” (p. 74), y entonces el alma abre los ojos; la escritura enseña que se debe “Volver a arder como una vela que con el tiempo se deshace”. Al decir de Bachelard, estos matices, colores y resonancias han logrado conmover lo estratos profundos de nuestro ser. En los poemas la incesante reflexión sobre la ensoñación-creación en el encierro, la poesía como posibilidad de contemplar el mundo, como fuga del rincón en el que nos han recluido; cada poema es un testimonio de la búsqueda interior. El libro se desprende desde el territorio de la infancia resguardada en la imaginación y la esperanza. Sin embargo, es el reino de lo abismal, del abandono a merced de los elementos que se extienden hacia sus propios universos. La poesía como el pensamiento, solo se puede construir en soledad, en silencio: con un “palito de raíz”, para poblar el vacío que rodea el ser, la imaginación poética traza su camino a través de nosotros, inunda el mundo con música y colores, con una selva de imágenes que recorren el tiempo y el territorio como un río crecido. Luego, como en el poema “Tacto y espuma” (p. 44), el poeta emerge, es un guerrero que retorna, señala la fuerza que se esconde en la criatura, venida de un lugar distinto o resguardada en umbrales o recintos en los que lo valioso dormita.

 

3.

Así debe leerse a Ordóñez, atento a esas imágenes que provocan el sentido, pensando en que a lo mejor es el lector lo que no tiene sentido, que esa palabra es legítima si atendemos al envés, a la música que sobrevive: “todo parece estar dormido, como si fuera un día antes del diluvio, pero si el alma se inclina sobre el vientre de la tierra, todo se abre, feraz e inesperado, como un cuerpo encendido de deseos” (pp. 47 y 48).  

 Poemas que generan expectativa, entre Eros y Tanatos hay un mundo por explorar, y el poeta ofrece su visión a través de viñetas en las que el sol y el agua son bitácoras para administrar el extravío, son nostalgia contenida, evocación de zaguán y casa vieja; entre estos tenemos los poemas “Iguana con nadadito de perro”, “Calidoscopio”, “Ofrenda en Muchique” y “Termal”; otros poemas son sentencias que arrastran la sabiduría: “Breviario de semántica”, “Piromanías” y “Torre Mudéjar”; éste último es un poema sobre lo que nos queda, el viento mensajero de los dioses, música que recorre el mundo, la ciudad que se destroza mientras los habitantes ven en los rostros de los otros, los caminos que no fuimos:

 

 “Al final concluí que aquella luz oscilando entre árboles, era mi deseo extinguido de alumbrar una puerta, un zaguán, una alcoba, una almohada donde se posaba su amada cabellera” (p. 29).

 

Así llegamos al amor como un Dios que se descompone en el vacío. Debe prestarse atención al gorrión en la arteria, esa palpitación de luz, de candil iluminando un rostro, así, como si se rondara alguna esquina; el poema “Catedral” (p. 45)  ofrece esa fusión que anuda el deseo y el amor en un arquetipo que celebra lo sagrado; allí revolotea al final un murciélago señalando lo importante que resulta la poesía a la hora de enfrentar la vida, porque la poesía es un sentido en el sinsentido, la poesía es el sentido digno de la libertad al crear raíz sobre lo efímero; la poesía permite la apertura del ser hacia el mundo de la acción en el que se ha mutilado esta potencia humana,  imponiendo una “música sorda”; a esas resonancias de grillete, Ordóñez opone el astrolabio de la sangre.

 

4.

Somos caminantes del hielo; eso nos enseña Canto nevado. Al acercarse solo se ve la nieve, pero es luminosa, se siente la luz, el fuego, el ardor en su interior. El viajero toma apuntes a la vera; escribe en una libreta al borde del abismo; con el tiempo, esas palabras y postales, tejen el canto que recubre el camino y la montaña, y luego, con los años, solo vemos la nieve, posada en la fragilidad como corteza efímera, como la vida, como el vaivén de la palabra en el que la poesía se posa como la nieve sobre la noche y la muerte. En Canto nevado, el lector se encuentra en el umbral, y dará testimonio a través del ojo avizor del artesano, de una época inhumana, salvada únicamente por el poder de la imagen.

Ya retorna el viajero a su patria destruida, a merced de las rutinas de lo insignificante. Hay músicas entre deshechos y solo se puede respirar a través de la piel y la palabra. El búfalo de la angustia persiste, pero solo ante lo eterno. El miedo es el sentido de la sombra de los hombres en un reino en el que ya ni siquiera se salvan los caballos. Panteísta, la poesía es astrolabio para la finitud de las criaturas que se baten en duelos risibles o cumplen con destinos insospechados. Se regresa para morir y ver morir, y comenzar a comprender las despedidas, y sobre nosotros la nieve cubriendo las notas que fuimos, en el lamento o en la saga de la que hicimos parte.

Ya para irnos de este bar de mala muerte que es la escritura, ¿cómo lograr vislumbrar las enseñanzas de un maestro si no es a través de la fábula? En algunas de las conversaciones que sostuvimos con el poeta, en alguno de tantos santuarios de risa y dolor, en esa lejana Tunja, cuando esa ciudad era una fiesta, no se guardó una de sus reflexiones sobre el respeto a los animales, y la compartió con la lucidez, tranquilidad y generosidad que lo caracterizan… Nos dijo algo así como… “No fue el hombre el que domesticó al perro… fue el perro el que domesticó al hombre” … Ahora, en un país tan indolente como el nuestro, esto no dice nada; para entenderlo tendría que dolernos el dolor de los demás, e incluso el de los animales indefensos y a merced de lo humano, y luego leer un poco a Peter Singer. Con los años, no ha logrado dejar de impactarme la carga ética, axiológica y ontológica de ese apunte, al tiempo que admiro el respeto que siempre mostró el maestro Jorge Eliécer, por el prójimo, mientras pregonaba la búsqueda de una América, de una Atlántida, de una Alaska al estilo de Alexander Supertramp en Into the Wild (2007), o de un Walden que permitiera alejarse del mundanal ruido.   

Por ahora, debo decir que llega la noche con sus selvas milenarias y sus aves picoteando la música del universo, el envés de su vuelo; llegan criaturas nocturnas e inocentes envueltas en su instinto y su ternura; han atravesado el valle de la existencia ajena a la percepción humana, y ahora lucen su respiración en la orilla de los sentidos; vienen a beber en la poesía de Jorge Eliécer Ordóñez; llegan inocentes habitantes siguiendo las señales, buscan vestigios de territorios ancestrales y sagrados, la sed del poema los alivia, Ordóñez observa el milagro y ofrece su canto al mundo. Celebremos alrededor de la hoguera, en esta noche estrellada, sus hallazgos.

Miyer Pineda

Río Pance- Sabanalarga 2021


REPTAR


Pequeño acorazado, color plomo y naranja, como sin nada,   cualquiera puede matarme. Sólo basta un cruce de zapato, una rama, alguna piedra, y no será más su cuerpo dúctil, repudiado, en esta hojarasca del camino con arena y semáforo. Reptar hacia ninguna parte, tal vez su Paraíso sea el esqueleto de una hoja y su trampa fatal la elástica galaxia de la telaraña. La evolución también tiene su granito de mostaza, este gusano, nunca antes visto, ni fotografiado en las páginas brillantes de la National Geographic, zigzaguea en el andén, diríase que su paso de tanque oruga obedece a la danza de los tiempos, hermosa, si se quiere, pero esquiva al ojo certero de la arpía. Terco, hacia adelante, desovillando su forma de reptil con abundantes patas. Un rayo de sol lo fija en la mañana, le confiere el milagro de estar vivo, de reptar en este campo de batalla, como todos, cumpliendo una misión oscura, un objetivo insospechado.  

 Jorge Eliécer Ordóñez

 

 

 

 

 


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