IGNICIÓN O EL BLUES DEL OTOÑO
Celebramos el más reciente libro de Julio César Goyes con esta reseña. En estos tiempos en los que el Arte es resistencia y es tomado cada vez por las formas tiránicas de la banalidad, es urgente que se resguarde en cada ser, un poco de la magia de la palabra para que ojalá de luz a los días. Pasen la voz si pueden; a lo mejor estas palabras den con alguien que las justifique... Ahí nos vemos.
IGNICIÓN O EL BLUES DEL OTOÑO[1]
Por Miyer Pineda
“el
fuego es brillante como la conciencia de esa misma soledad”
Bachelard
Jorge Gaitán Durán, en el poema Amantes
habla del incendio del ser. Es una imagen asombrosa por la carga erótica que
contiene; el verso con el que comienza el poema dice: “Desnudos afrentamos el
cuerpo/ Como dos ángeles equivocados”, y termina con el verso: “En tu cuerpo
soy el incendio del ser” (1958, p. 140). El
poeta al entrar en contacto con el abismo sagrado del cuerpo que subyuga,
atestigua las llamas que potencian la vida -sin consumirse claro está-, pero
dejando la palabra, la imagen poética como ceniza; ya el lector, el cinéfilo,
siguiendo al alquimista, sabrá retornar al ser de su ceniza. He aquí el
poelector del que nos habla Julio Goyes, preparando lo que será el acto de
nombrar desde el asombro, y que concibe como un proceso de ignición. A manera de contraste, Robert Fulghum, desde el norte, narra
la historia de un incendio. Los bomberos al interrogar por sus causas al hombre
en llamas que yace en una cama en llamas, reciben una respuesta desconcertante
por parte del extraño personaje: “Estaba en llamas cuando me acosté”
Desde Buenos Aires y un poco más al norte -solo un poco-, Rafael del Castillo Matamoros, recuerda la anécdota de Raúl Gómez Jattin, a la misma hora (en otro hotel, en otro mundo), frente al fuego; en un arranque de piromanía, el poeta de Cereté, prende fuego a las cortinas de la habitación; Rafael del Castillo, sintetiza el ritual con el siguiente verso: “Voy a prender un fuego que me abrase/ y a la noche y al miedo/ y a la muerte” (1992, p. 59). No sabemos si Gómez Jattin estaba en llamas o quería sentir esa experiencia de hacer que arda todo alrededor; no sabemos si al entrar en ignición, una de las chispas inició las llamas; no sabemos cuántos lectores lo imaginan en un rincón mientras la diosa del fuego brota y consume poco a poco lo que encuentra a su paso; lo que sí sabemos, es que Vincent Van Gogh, desde el otro lado del Atlántico, en alguna parte del mítico reino de los Países Bajos, también demostró que pertenecía a la estirpe de Heráclito el oscuro, quien encarnaba el fuego como arché, y a través de ella, la palabra y el logos y el mito; el pintor lo reflejó en sus cuadros que arden sin consumirse, mientras prodigaba, en alguna misiva -como limosna a su hermano Theo, o la especie, que en franca lid, viene a ser lo mismo- la famosa sentencia: hay tanto fuego en mí y nadie quiere venir a calentarse.
Carlos Fajardo, Julio Goyes y Jorge Ordóñez Barichara 2012 |
Es inevitable pensar, en el otro extremo de la balanza, en La rosa de Paracelso de Jorge Luis
Borges
Es allí, precisamente, en donde radica el poder del alquimista al rastrear el impacto de los procesos de combustión y reconfigurarlos a través del poder de la palabra. Se trata de una tradición mantenida a lo largo de los siglos por poetas y artesanos que detienen el tiempo utilizando el lenguaje; “una palabra tuya bastará para sanarle” (1999, p. 1151), recuerda Mateo, mientras, como un palimpsesto o un fósil que respira, yace en esa expresión el “Hágase la luz”, que hizo que todo fuera posible… y, desde entonces, ahí van los pobrecitos poetas, rastreando lo esencial y deteniendo el tiempo con su alquimia, hasta que la imagen queda, tan fina que puede herir y hacer sangrar lo real.
En esa tradición se inscribe el poeta Julio César Goyes (Ipiales, 1960),
con Ignición
Jorge Ordóñez, Julio Goyes y Miyer Pineda Barichara 2012 |
En Ignición (2021) se documenta el encuentro con la piedra filosofal que hace posible contemplar el ardor que el ser posee al entrar en contacto con la eventualidad de atisbar el origen, o bien, el proceso mediante el cual se alza la llama, una vez encuentra el equilibrio que solo se consigue al resignificar los elementos del universo; aquí la poética apalabra el mundo para abrasarlo y reducirlo a sus cenizas, y como Paracelso, retornarlo a la existencia rejuvenecido, a través del barniz de la brasa que alimenta el asombro enmarcado en un poema; ya Bachelard había advertido sobre el poder simbólico y avasallador del fuego: “El fuego es bienestar y es respeto. Es un dios tutelar y terrible, bondadoso y malvado. Puede contradecirse: por ello es uno de los principios de explicación universal” (1966, p. 18).
Desde esta perspectiva, Goyes ejerce el “arte de atizar” (Goyes Narváez, 2021, p. 18)[2],
sin embargo, el símbolo retomado por el poeta, es diciente, no se trata del
fuego en sí porque eso sería como provocar el sol, la sombra luminosa de la
diosa; se trata de pensar al creador como el continuador de la estirpe de
Prometeo, el habitante que se atreve a hurtar la llama de la poesía para
compartirla con los pocos hombres que existen en este infinito mar
deshumanizado y banal: “El niño quiere hacer como su padre, lejos de su padre,
y, al igual que un pequeño Prometeo, roba cerillas” (p. 24), o “El complejo de
Prometeo es el complejo de Edipo de la vida intelectual” (p. 26).
La relación del saber con la llama o la luz, se refuerza con la referencia
al campo de concentración de Mauthausen; el campo de concentración adecuado por
los nazis para presentarle el infierno a los intelectuales que se opusieran a
su doctrina; allí eran enviados los enemigos incorregibles; la inteligencia fue
sometida por una muerte hecha instrumento al servicio de la ideología. Frente a
esta realidad, el poeta es un niño que hurta de ese Olimpo de horror, la luz
que pueda guiar a otros hacia lo humano en tiempos inhumanos; en la voz del poeta,
la cicatriz, la lucidez que parte de las lecciones éticas de la memoria: “Casi
siempre el incendio en el campo es la enfermedad de un pastor.” (p. 27). En ese
verso, la radiografía de lo que es el reino en diálogo con las conflagraciones
mundiales, porque hoy en día es evidente que no es posible hablar de la
historia de Colombia sin profundizar en las cavernas horrendas de los fascismos
europeos que, al ser replicados a este lado del Atlántico, delinean poco a
poco, campos de concentración a lo largo y ancho de la geografía nacional. Y es allí, donde la imagen como producto de
la energía creadora, se vuelve contraste desacralizante: “El fuego se cobija en
un alma con más seguridad que bajo la ceniza.” (p.28).
Un blues de otoño
Así llegamos al primer puerto; don Blas de Otero en el umbral nos da la
bienvenida recordando el peso de la memoria como contrapeso a los dictámenes
tiránicos que imponen la levedad de lo humano: “Escribo de memoria/ lo que tuve
delante de los ojos” dice el epígrafe, preparando la entrada. Ya en el metro,
la realidad se impone: “la mano en la barra apresa sudorosa el pensamiento”
(Goyes, p. 15), frente a lo que Bachelard responde: “El verbo, hecho para
cantar y seducir, raramente se encuentra con el pensamiento” (1966, p. 8), y en esa oscilación, la vida del
inmigrante que busca el saber para hurtarlo del Olimpo. En ese trasegar por el
mundo, la poesía es la única fuga, el único consuelo, una de las formas de la
dignidad y del orgullo que sostiene y levanta al viajero, al exiliado, al
inmigrante, al artista que se opone al mundo y sus horrores.
Uno de los rasgos inquietantes de la
poética de Julio Goyes, es que ha hecho visible la visión cinematográfica de la
poesía, no solo como sucesión de imágenes cargadas de sentido y de umbrales que
producen extrañamiento, y que rastrean, cavando, en lo que se denomina
condición humana, sino también, en la posibilidad de comprender que la aventura
de la creación poética, hace del lector un habitante del mundo proyectado por
la obra. Se trata de una poética que dispone el habitar del poelector, es
decir, ofrece umbrales para acompañar los procesos de ignición; entonces, será
más sencillo percibir la belleza como fuga y como posibilidad de lograr la
inmovilidad y el silencio. La referencia a la estación del metro en San
Nicasio, hace pensar en el poeta llevando su cabeza hacia la serenidad,
mientras se concibe la poesía como encarnación de la utopía en medio de la
cotidianidad.
En la primera parte del libro se concibe la patria como un poema imposible,
mientras el poeta es todo ese país “a la deriva”; de esta manera, quien fabula es
tan solo un arquetipo, es todos los hombres; el problema es que se trata
del-ser-consciente del tejido que establecen las palabras, en el que los nudos
son una textualidad cosmopolita, la trascendencia en la inmanencia: “Soy el
provinciano que carga el horizonte global/ anónimo y furtivo lejos de su
patria// Multiplico la sonrisa en los supermercados/ para que la dignidad no
acolite ningún miedo” (Goyes, p. 18).
Esa oscilación que ejercen los hombres a través del viaje, ser la periferia
en el centro, y detectar, sin embargo, el peso de lo real, de lo que los
expertos llaman principios de realidad,
y en esa búsqueda, ser la conciencia de ser la constante búsqueda del ser; advertir
que las fuerzas históricas someten y hacen de las posibilidades libertarias, un
ejercicio para románticos empedernidos, y que, por tanto, esta desesperanza, es
una de las formas eternas de la dignidad, y quizás, el estandarte más nombrado
por el poeta como peatón de la aldea global, como viajero empedernido que
atestigua la condición humana en el vaivén de lo cotidiano, y en las márgenes
que aún no ha podido permear el sistema. Sin embargo, el poeta lo sabe,
presenciamos una humanidad envejecida ya aplastada por las exigencias del mundo
laboral, la explotación y el desempleo; una masa a la que se le impuso virtualidad-y-vitrina
como los únicos rostros de la felicidad, y frente a esta situación, el
contraste que existe con el poeta como “cuarto de san alejo”, y allí boleros,
poemas, latidos por deseo, y otras minucias. Una de las conclusiones a medida
que se lee es que el sueño americano era en realidad la vieja Europa, o al
menos el cuerpo, el oscuro objeto del deseo: “esta morena busca una palabra que
la haga feliz, que defina su cuerpo en la noche”, porque la verdad es que “la
ignición reclama su guarida” (Goyes, pp. 22 y 23).
Entonces, el contraste se hace brutal, la pulsión erótica se vuelve oasis
en medio de la desesperanza, la desazón, la tristeza y el peso de la historia negando
las opciones: “Yo soy el signo que su cuerpo devora”. La poética se inmiscuye
poderosa en las grietas que dejan los contrastes, hasta disolverlos: “lo bien
que se siente cualquier mortal sin lazo alguno”. El poeta fuma solitario
mientras ironiza el mundo con sus sentencias: “Apalabro lo que queda de un extinguido
sueño”, “Soy el cigarrillo que no puede apagar el alba”, “Yo soy los niños que
no piden la bendición, sino que la dan a sus padres muertos”; “Yo soy el grito
remordido que no cesa”, “Yo soy el truco, la mirada absorta”, “Yo soy el gato
que anda escribiendo por los tejados”, “Soy las cuencas del porvenir”, “Yo soy
la luna que ignora sus lágrimas”, “Soy el perfil de un toro”, “soy la primavera
absorta”, “Yo soy el compás del inmigrante, un blues de otoño”, “Yo soy África,
en mí sueña el primer hombre”…
Y en cada poema, la reiteración como forma de consolidar el guion de lo que
vendría a ser la vida del poeta, viajero, inmigrante, exiliado, paria del
mundo, vocero lúcido, rey/mendigo del silencio en medio del torrencial y
demencial mundanal ruido, amparado solamente en ese leitmotiv cicatrizado. Pero,
¿se trata de la confirmación del oficio de poeta? ¿En una sociedad en la que ya
todos lo son y en la que ya a nadie le importa, esa autoafirmación no es acaso una
búsqueda constante de un lugar en el mundo al margen del mundo?: “pueda ser que
estemos inmigrando desde que nacimos y no encontremos reposo en esta tierra”
(Goyes, p. 41). La confirmación es el camino del sentido, de la
autocomprensión, de la identidad consolidada como la sumatoria de hiperbienes
Lo cierto es que la saudade es una atmósfera sobrecogedora a lo largo del
libro, porque se trata del testimonio de un extranjero en un mundo que ya no
tiene mucho que ofrecer, más que recuerdos en los que se envuelve un pasado de
explotación y abusos, y frente al que la poesía no es más que un testamento,
una cartografía imaginaria para la memoria y sus nichos, en los que solo se
podrá posar la fe del descreído, que tan solo cree en lo que acampa en las
palabras, y que la tribu ha llamado poesía, ungüento/banda sonora de los campos
de concentración que se esparcieron por el mundo.
Miyer Pineda, la Nené, Carlos Fajardo, Jorge Ordóñez, Aura y Julio Goyes |
Los poemas de Ignición (2021), muestran ya la maestría en el manejo de la imagen; esto apacigua la lectura y permite el habitar; la poesía es fresca, y en apariencia, conversacional: “cercana es nuestra lejanía”, “yo soy al que le falta irse”, “cada ruina tiene su promesa”, “el fósforo encendido sin vela que lo aguarde”, “irse con la mirada del niño que en ti se acurruca” … el estilo intimista, invita al lector a visitar con él, cartografías personales.
Ya a punto de partir del primer puerto, De Blas de Otero a Guillermo
Carnero… un acercamiento a todo ese peso simbólico que ejerce la poesía y la
música española, y el balance de encuentros gratos que han dejado otros poetas
y pintores: Vallejo, Goya, Baquero, Neruda, Gutierre de Cetina, Serrat, Sabina,
etc., sin embargo, el peso de ese trasfondo religioso como una de las formas
que tiene el inmigrante de resistir, y el pregón en el poema África (pp. 41 y 42), una oración a ver
si las vírgenes del mundo amparan a tanto desesperado que huye, a tanto
abandonado que terminó siendo estadística proveniente de Estado fallido, y que
deambulan con su carga de años y de tristeza a cuestas.
El duplicado que abre el olvido
En el segundo puerto, Retornos, es
Vicente Huidobro, desde el sur, quien atiende el arribo de los viajeros. La
levedad de la condición humana yace entramada en el peso de lo fraterno y de lo
familiar. El regreso es una forma de lo sagrado. Hay un ritmo distinto, una
banda sonora distinta en este transcurso; es como si el extravío exigiera
inmovilidad; sin embargo, es el deseo el que guía las estadías por el mundo,
por las esquinas de la noche (Goyes, p. 52). La idea del retorno hace que la
fluidez del lenguaje permita un reencuentro más afianzado con los fantasmas
interiores, en diálogo con otras orillas y otros umbrales, Madeleine Payroux,
John Burnside, Dylan Thomas, Tarkovski, Dostoievsky, Pushkin … Pessoa… mientras, lo cotidiano se ofrece en
forma de diario de inmigrante que sabe que la estadía por fuera del terruño, es
solo mientras tanto: “Yo soy al que le falta irse” (Goyes, p. 54), dice el
poeta y es como si de repente comenzara a llover en esta película cuya banda
sonora es el sonido de la lluvia o del viento, o de la crepitación de la piel
que desea, desafiando así, a la muerte y sus rutinas. En este acápite, es el
poema El duplicado (p. 56) una
síntesis poderosa; consigue el poeta vislumbrar la carga existencial que
deambula por toda la obra:
EL
DUPLICADO
A la ostentosa memoria le aguarda
un grito por la llave perdida
Habitará vedada frente a mis ojos,
cordillera de cobre que traba el deseo
y recauda el delirio cotidiano.
De repente pulula el silencio y
alguien
por toda la casa revela el misterio:
yo soy el duplicado que abre el
olvido.
El baile sobre la nieve
En el tercer puerto, Contraseñas,
el viajero reflexiona sobre el arte de la escritura, sobre las implicaciones de
la creación en un mundo vacío que impone la mordaza de la banalidad y la
autocensura; Goyes recuerda que un libro de poesía, a su manera, también es una
lección sobre el control de las palabras y su ilación a través de imágenes que
sirvan de cauce a las pulsiones humanas.
El lector cabalga con los jinetes de Gengis Kan, y desde el aire, con el
ojo avizor, a modo de gaviero, de voyeur, resignifica el sentido de esos trozos
que nos llegan del pasado, tan insondables que ya solo pueden resguardarse en
el reino de la ficción. Ahora es Svetlana Aleksiévich quien nos da la
bienvenida, luego seguimos a un perro mongol que habla con el viento, a
cazadores que siguen a un zorro herido en la nieve, y aceras y calles que son
heridas en el cuerpo de la infancia. El lector pasa de leer los rastros de la
belleza en la nieve, a presentir el latido de la belleza en las ruinas, bajo la
forma de pulsiones, mitos, utopías y memoria. El libro, entonces, es un espejo
en el que nuestra época puede mirarse, presentirse destrozada en una cartografía
cargada de siglos. Ahora, el lector comprende las razones por las cuáles este
puerto se llama contraseñas. Entramos
a la casa del mundo en la que ya solo se escucha la voz de Orfeo en el Arte, en
el sótano abandonado donde fuman los fantasmas y se respira detenido el tiempo,
que es el espacio que queda entre la flor y el colibrí, lo visto y lo
desconocido.
El fósforo encendido sin vela que lo aguarde
En el último puerto, es Philip Larkin quien nos da la bienvenida. El poeta
inglés, denuncia al sol que impide lo que sucede en lo oscuro, en la sombra.
¿Sería posible en esa oscilación pensar en la justicia poética? ¿Cabe aquí
pensar la poesía como un río cuyo cauce son las orillas de la ética y la
estética? Y en ese vaivén, ¿en dónde queda la memoria? “Yo soy el recuerdo que
todo lo coloniza” dice el poeta, mientras señala que todas “las cosas hieren”
(Goyes, p. 84). Quizás deba repetirse: Todas-las-cosas-hieren, por tanto, ¿la
poesía tendría que ver con la injusticia, con la indiferencia, con el aberrante
proceso de deshumanización que aqueja nuestra sociedad?
Hay desaparecidos en el poema porque el poeta viene del reino que ha
enaltecido la desaparición forzada hasta el grado de sacralizar esta práctica
maldita: “No hay gloria sin muertos que la comarca/ por largo tiempo olvide, ni
libertad/ sin sombra que la persiga” (Goyes, p. 86). Y hay caballos en el poema
porque son símbolo de la muerte instrumentalizada por los asesinos que imponen
de manera paulatina sus apocalipsis a través de un genocidio que no cesa. Y se
habla de la escritura del poema porque esta práctica hoy en día, es un acto de
rebeldía cuando de lo que se supone que se trata la vida es de permanecer
sometido a la imbecilidad de las redes, que actúan como poderosos vasos
comunicantes del hiperconsumo, mientras drena la vida de miles de millones de
seres a lo largo y ancho de este pobre planeta, a merced de una especie ajena
cada vez más a sus preciosos latidos. Y hay boleros y respiración a través de
los recuerdos porque la poesía es la sombra luminosa de nuestra finitud, en un
universo infinito, en el que por casualidad nos cruzamos y nos olvidamos a
veces, torpemente, como si no estuviéramos hechos de tiempo, mientras nos
reconforta comprender, al fin, que conocimos a una mujer en el sur -siempre el
sur-, que nos enseñó a bendecir la lejanía y el pan. Y, finalmente, hay el sur,
está el sur, su peso silencioso anclando el verde y el rojo, esa generosidad en
la que amaina lo sagrado y dirige los pasos en el laberinto, en busca de una
salida; y que mejor que una llama para iluminar los pasos, porque el poeta lo
sabe y ya lo decía Bachelard: “La llama es, entre los objetos del mundo que
convocan al sueño, uno de los más grandes productores de imágenes. La llama nos
obliga a imaginar”, y agrega: “La poesía es meditación, humanidad que reverbera
mientras el tiempo subyuga, y en ese tránsito en el que emerge la imagen poética,
se vislumbra el porvenir” (1975, p. 9 y 10).
Goyes lo sabe, y así termina –recomienza- el viaje, “yo soy el que hurga/ entre
las llamas/ y encadena palabras/ hasta el alba”; sigamos su ejemplo, y en este
aterido largometraje que es nuestra existencia, hurguemos en esa brasa que
ilumina nuestra basta soledad; aunque, a lo mejor debamos tener cuidado, porque
esta podría ser otra de las causas por las cuales la gente muere incinerada en los hoteles[3].
ÁFRICA
Virgen de Atocha salva a los negros del África que cruzan
el Mediterráneo bautizados con la sal de su merienda.
Ellos aprietan las pateras con las muelas y retan en alta
mar a las gigantes olas renovando la hazaña del manchego.
Sus ojos anegados encuentran fotografías deshidratadas
en todos los periódicos del orbe.
Todos los días la televisión regala al mundo spots de invasores
venidos de los cuatro puntos cardinales.
Soy África, en mi sueña el primer hombre.
Todos somos negros —mujer divina— no se puede olvidar
la emoción del primer fuego. Andan por las calles
con una dirección arrugada en la mano y su columna de
Sansón saluda a los que han vencido con una sonrisita de
perdón por haber venido.
Si puedes —Virgen de Atocha— dales también una mano
a los del Éste y a los Latinoamericanos —de pasada—,
pueda ser que estemos inmigrando desde que nacimos
y no encontremos reposo en esta tierra. Detén a los que
negocian con el secreto de sus lenguas e incluyen en sus
compras el deseo de los niños envuelto en su propia eternidad.
Mira que sus mochilas exhibidas en los almacenes
de cadena están estampadas con el sida de su historia.
Soy una patera sin escora rechazada en todos los puertos.
Virgen de Atocha, tal vez el hambre requiera de vez en
cuando un milagro en alianza con la Guadalupana y con
la Virgen de Las Lajas que vive en Ipiales velada por madres
bondadosas.
Haz que sus cuerpos no se desplomen en las esquinas de
Lavapiés y de Atocha, que tengan —señora nuestra— el
ingenio para convertir la lluvia de Madrid en agua potable
para su sed de vida.
Yo soy África, en mí sueña el primer hombre.
MORIN KHUUR
Ahora lo sé, aguarda en la cinematografía
de mi memoria:
la estepa
arrebatada
por un caballo mongol, sus cascos restableciendo
el antiguo vínculo con los espíritus.
Yo soy morin khuur, el baile sobre la nieve.
Una niña ansía reencarnar cuando muera,
su mirada sesga presiente el galope de la tormenta
bajando de las montañas.
Más allá
el perro mongol habla con el viento,
señala con su cola al buitre que amenazaba al niño.
El desierto huele a leche tibia batida por la madre
para que madrugue en la casa nómada,
el padre reza su centro agradecido por los días
en que la familia abrigó su memoria sedentaria.
Yo soy la cabra inmóvil en la estepa,
leve polvo en el camino.
para Sina Sang
EL ÁGUILA
Los cazadores se regocijan con el águila que sigue
las huellas de un zorro herido en la nieve,
es un sacrificio mongol, su piel ayuda a soportar
el frío de la estepa.
Envuelta en una caperuza el ave aguarda ver el mundo
para combatirlo como si fuera la primera vez.
Siempre regresa al brazo del kazajo que monta su caballo.
Soy al ave rapaz de Gengis Kan, la horda paciente
que incendió el Asia para darle claridad
al resto de la tierra.
Las águilas doradas guían el deseo de las niñas atrapado
en su visión, es un ritual exclusivo de los Berkutchis,
guardianes de un ritual de siglos que ata lo salvaje
a la vida nómade de las familias que cruzan
las montañas Altái.
Yo soy uno de esos cazadores que luchan por dejar rastro
en la tormenta helada y nubarrones en la página blanca.
[1] Goyes N (2021). Ignición. Granada: Valparaíso Ediciones.
[2] Todas las
citas de Goyes son del libro Ignición
(2021).
[3] La última frase está en cursiva porque es una cita de memoria; no
recuerdo el autor, pero algo me dice que leí el texto en la revista El
Malpensante… Si alguien sabe el autor, nos lo recuerda en comentarios.
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