IGNICIÓN O EL BLUES DEL OTOÑO

 

Celebramos el más reciente libro de Julio César Goyes con esta reseña. En estos tiempos en los que el Arte es resistencia y es tomado cada vez por las formas tiránicas de la banalidad, es urgente que se resguarde en cada ser, un poco de la magia de la palabra para que ojalá de luz a los días. Pasen la voz si pueden; a lo mejor estas palabras den con alguien que las justifique... Ahí nos vemos.


IGNICIÓN O EL BLUES DEL OTOÑO[1]


Por Miyer Pineda


JULIO CÉSAR GOYES NARVÁEZ


 

“el fuego es brillante como la conciencia de esa misma soledad”

Bachelard

 

Jorge Gaitán Durán, en el poema Amantes habla del incendio del ser. Es una imagen asombrosa por la carga erótica que contiene; el verso con el que comienza el poema dice: “Desnudos afrentamos el cuerpo/ Como dos ángeles equivocados”, y termina con el verso: “En tu cuerpo soy el incendio del ser” (1958, p. 140). El poeta al entrar en contacto con el abismo sagrado del cuerpo que subyuga, atestigua las llamas que potencian la vida -sin consumirse claro está-, pero dejando la palabra, la imagen poética como ceniza; ya el lector, el cinéfilo, siguiendo al alquimista, sabrá retornar al ser de su ceniza. He aquí el poelector del que nos habla Julio Goyes, preparando lo que será el acto de nombrar desde el asombro, y que concibe como un proceso de ignición. A manera de contraste, Robert Fulghum, desde el norte, narra la historia de un incendio. Los bomberos al interrogar por sus causas al hombre en llamas que yace en una cama en llamas, reciben una respuesta desconcertante por parte del extraño personaje: “Estaba en llamas cuando me acosté” (Fulghum , 2006). Años después, Charly García (1996) –ya desde el sur-, le pone banda sonora al testimonio, y repite la misma frase luego del incendio de la clínica de reposo en la que ha estado internado, y luego del incendio del hotel al que se muda, y del incendio de la ciudad de Buenos Aires y de todo el cono sur y de toda Suramérica, y de todo este planeta azul en extinción.

Desde Buenos Aires y un poco más al norte -solo un poco-, Rafael del Castillo Matamoros, recuerda la anécdota de Raúl Gómez Jattin, a la misma hora (en otro hotel, en otro mundo), frente al fuego; en un arranque de piromanía, el poeta de Cereté, prende fuego a las cortinas de la habitación; Rafael del Castillo, sintetiza el ritual con el siguiente verso: “Voy a prender un fuego que me abrase/ y a la noche y al miedo/ y a la muerte” (1992, p. 59). No sabemos si Gómez Jattin estaba en llamas o quería sentir esa experiencia de hacer que arda todo alrededor; no sabemos si al entrar en ignición, una de las chispas inició las llamas; no sabemos cuántos lectores lo imaginan en un rincón mientras la diosa del fuego brota y consume poco a poco lo que encuentra a su paso; lo que sí sabemos, es que Vincent Van Gogh, desde el otro lado del Atlántico, en alguna parte del mítico reino de los Países Bajos, también demostró que pertenecía a la estirpe de Heráclito el oscuro, quien encarnaba el fuego como arché, y a través de ella, la palabra y el logos y el mito; el pintor lo reflejó en sus cuadros que arden sin consumirse, mientras prodigaba, en alguna misiva -como limosna a su hermano Theo, o la especie, que en franca lid, viene a ser lo mismo- la famosa sentencia: hay tanto fuego en mí y nadie quiere venir a calentarse.


Carlos Fajardo, Julio Goyes y Jorge Ordóñez
Barichara 2012

         Es inevitable pensar, en el otro extremo de la balanza, en La rosa de Paracelso de Jorge Luis Borges (2008); en él es la palabra atravesada por la alquimia, la llave para hacer que el ser retorne de las cenizas. Paracelso sabe que el Arte morirá con él, y pide a Dios, a cualquier Dios, que le envíe un discípulo, y mientras las sombras invaden el taller y cubren el atanor y los alambiques, llega un visitante a la puerta; el hombre suplica sin fe, y por carecer de la llama, del ojo avizor, se pierde el milagroso acontecimiento en el que una rosa vuelve a emerger de las cenizas, por obra y gracia de la palabra que susurra Paracelso.

Es allí, precisamente, en donde radica el poder del alquimista al rastrear el impacto de los procesos de combustión y reconfigurarlos a través del poder de la palabra. Se trata de una tradición mantenida a lo largo de los siglos por poetas y artesanos que detienen el tiempo utilizando el lenguaje; “una palabra tuya bastará para sanarle” (1999, p. 1151), recuerda Mateo, mientras, como un palimpsesto o un fósil que respira, yace en esa expresión el “Hágase la luz”, que hizo que todo fuera posible… y, desde entonces, ahí van los pobrecitos poetas, rastreando lo esencial y deteniendo el tiempo con su alquimia, hasta que la imagen queda, tan fina que puede herir y hacer sangrar lo real.

En esa tradición se inscribe el poeta Julio César Goyes (Ipiales, 1960), con Ignición (2021), su más reciente libro; el poelector, como él lo llama, es decir, el cinéfilo, el lector valiente, es el alquimista capaz de re-crear simulacras, spectras, imagos, (Pineda Mozo, 2020, p. 84 y 85), capaces de ser la evidencia de los procesos de ignición que el artista rastrea en su proceso creativo, en su camino para comprender lo que Paracelso ha encarnado al final del recorrido, en la alta noche, y mientras la chimenea comienza a oscurecerse.


Jorge Ordóñez, Julio Goyes y Miyer Pineda
Barichara 2012

     En Ignición (2021) se documenta el encuentro con la piedra filosofal que hace posible contemplar el ardor que el ser posee al entrar en contacto con la eventualidad de atisbar el origen, o bien, el proceso mediante el cual se alza la llama, una vez encuentra el equilibrio que solo se consigue al resignificar los elementos del universo; aquí la poética apalabra el mundo para abrasarlo y reducirlo a sus cenizas, y como Paracelso, retornarlo a la existencia rejuvenecido, a través del barniz de la brasa que alimenta el asombro enmarcado en un poema; ya Bachelard había advertido sobre el poder simbólico y avasallador del fuego: “El fuego es bienestar y es respeto. Es un dios tutelar y terrible, bondadoso y malvado. Puede contradecirse: por ello es uno de los principios de explicación universal” (1966, p. 18).

Desde esta perspectiva, Goyes ejerce el “arte de atizar” (Goyes Narváez, 2021, p. 18)[2], sin embargo, el símbolo retomado por el poeta, es diciente, no se trata del fuego en sí porque eso sería como provocar el sol, la sombra luminosa de la diosa; se trata de pensar al creador como el continuador de la estirpe de Prometeo, el habitante que se atreve a hurtar la llama de la poesía para compartirla con los pocos hombres que existen en este infinito mar deshumanizado y banal: “El niño quiere hacer como su padre, lejos de su padre, y, al igual que un pequeño Prometeo, roba cerillas” (p. 24), o “El complejo de Prometeo es el complejo de Edipo de la vida intelectual” (p. 26).

La relación del saber con la llama o la luz, se refuerza con la referencia al campo de concentración de Mauthausen; el campo de concentración adecuado por los nazis para presentarle el infierno a los intelectuales que se opusieran a su doctrina; allí eran enviados los enemigos incorregibles; la inteligencia fue sometida por una muerte hecha instrumento al servicio de la ideología. Frente a esta realidad, el poeta es un niño que hurta de ese Olimpo de horror, la luz que pueda guiar a otros hacia lo humano en tiempos inhumanos; en la voz del poeta, la cicatriz, la lucidez que parte de las lecciones éticas de la memoria: “Casi siempre el incendio en el campo es la enfermedad de un pastor.” (p. 27). En ese verso, la radiografía de lo que es el reino en diálogo con las conflagraciones mundiales, porque hoy en día es evidente que no es posible hablar de la historia de Colombia sin profundizar en las cavernas horrendas de los fascismos europeos que, al ser replicados a este lado del Atlántico, delinean poco a poco, campos de concentración a lo largo y ancho de la geografía nacional.  Y es allí, donde la imagen como producto de la energía creadora, se vuelve contraste desacralizante: “El fuego se cobija en un alma con más seguridad que bajo la ceniza.” (p.28).

 

Un blues de otoño

Así llegamos al primer puerto; don Blas de Otero en el umbral nos da la bienvenida recordando el peso de la memoria como contrapeso a los dictámenes tiránicos que imponen la levedad de lo humano: “Escribo de memoria/ lo que tuve delante de los ojos” dice el epígrafe, preparando la entrada. Ya en el metro, la realidad se impone: “la mano en la barra apresa sudorosa el pensamiento” (Goyes, p. 15), frente a lo que Bachelard responde: “El verbo, hecho para cantar y seducir, raramente se encuentra con el pensamiento” (1966, p. 8), y en esa oscilación, la vida del inmigrante que busca el saber para hurtarlo del Olimpo. En ese trasegar por el mundo, la poesía es la única fuga, el único consuelo, una de las formas de la dignidad y del orgullo que sostiene y levanta al viajero, al exiliado, al inmigrante, al artista que se opone al mundo y sus horrores.

          Uno de los rasgos inquietantes de la poética de Julio Goyes, es que ha hecho visible la visión cinematográfica de la poesía, no solo como sucesión de imágenes cargadas de sentido y de umbrales que producen extrañamiento, y que rastrean, cavando, en lo que se denomina condición humana, sino también, en la posibilidad de comprender que la aventura de la creación poética, hace del lector un habitante del mundo proyectado por la obra. Se trata de una poética que dispone el habitar del poelector, es decir, ofrece umbrales para acompañar los procesos de ignición; entonces, será más sencillo percibir la belleza como fuga y como posibilidad de lograr la inmovilidad y el silencio. La referencia a la estación del metro en San Nicasio, hace pensar en el poeta llevando su cabeza hacia la serenidad, mientras se concibe la poesía como encarnación de la utopía en medio de la cotidianidad.

En la primera parte del libro se concibe la patria como un poema imposible, mientras el poeta es todo ese país “a la deriva”; de esta manera, quien fabula es tan solo un arquetipo, es todos los hombres; el problema es que se trata del-ser-consciente del tejido que establecen las palabras, en el que los nudos son una textualidad cosmopolita, la trascendencia en la inmanencia: “Soy el provinciano que carga el horizonte global/ anónimo y furtivo lejos de su patria// Multiplico la sonrisa en los supermercados/ para que la dignidad no acolite ningún miedo” (Goyes, p. 18).  

Esa oscilación que ejercen los hombres a través del viaje, ser la periferia en el centro, y detectar, sin embargo, el peso de lo real, de lo que los expertos llaman principios de realidad, y en esa búsqueda, ser la conciencia de ser la constante búsqueda del ser; advertir que las fuerzas históricas someten y hacen de las posibilidades libertarias, un ejercicio para románticos empedernidos, y que, por tanto, esta desesperanza, es una de las formas eternas de la dignidad, y quizás, el estandarte más nombrado por el poeta como peatón de la aldea global, como viajero empedernido que atestigua la condición humana en el vaivén de lo cotidiano, y en las márgenes que aún no ha podido permear el sistema. Sin embargo, el poeta lo sabe, presenciamos una humanidad envejecida ya aplastada por las exigencias del mundo laboral, la explotación y el desempleo; una masa a la que se le impuso virtualidad-y-vitrina como los únicos rostros de la felicidad, y frente a esta situación, el contraste que existe con el poeta como “cuarto de san alejo”, y allí boleros, poemas, latidos por deseo, y otras minucias. Una de las conclusiones a medida que se lee es que el sueño americano era en realidad la vieja Europa, o al menos el cuerpo, el oscuro objeto del deseo: “esta morena busca una palabra que la haga feliz, que defina su cuerpo en la noche”, porque la verdad es que “la ignición reclama su guarida” (Goyes, pp. 22 y 23).

Entonces, el contraste se hace brutal, la pulsión erótica se vuelve oasis en medio de la desesperanza, la desazón, la tristeza y el peso de la historia negando las opciones: “Yo soy el signo que su cuerpo devora”. La poética se inmiscuye poderosa en las grietas que dejan los contrastes, hasta disolverlos: “lo bien que se siente cualquier mortal sin lazo alguno”. El poeta fuma solitario mientras ironiza el mundo con sus sentencias: “Apalabro lo que queda de un extinguido sueño”, “Soy el cigarrillo que no puede apagar el alba”, “Yo soy los niños que no piden la bendición, sino que la dan a sus padres muertos”; “Yo soy el grito remordido que no cesa”, “Yo soy el truco, la mirada absorta”, “Yo soy el gato que anda escribiendo por los tejados”, “Soy las cuencas del porvenir”, “Yo soy la luna que ignora sus lágrimas”, “Soy el perfil de un toro”, “soy la primavera absorta”, “Yo soy el compás del inmigrante, un blues de otoño”, “Yo soy África, en mí sueña el primer hombre”… 

Y en cada poema, la reiteración como forma de consolidar el guion de lo que vendría a ser la vida del poeta, viajero, inmigrante, exiliado, paria del mundo, vocero lúcido, rey/mendigo del silencio en medio del torrencial y demencial mundanal ruido, amparado solamente en ese leitmotiv cicatrizado. Pero, ¿se trata de la confirmación del oficio de poeta? ¿En una sociedad en la que ya todos lo son y en la que ya a nadie le importa, esa autoafirmación no es acaso una búsqueda constante de un lugar en el mundo al margen del mundo?: “pueda ser que estemos inmigrando desde que nacimos y no encontremos reposo en esta tierra” (Goyes, p. 41). La confirmación es el camino del sentido, de la autocomprensión, de la identidad consolidada como la sumatoria de hiperbienes (Taylor, 2006); entonces, desde la poesía, ubicamos un lugar alterno (utopía mínima, individual y proclive –y esto es lo paradójico- de contagiarse como vacuna, como antídoto gratuito, concedido por la divinidad). En Ignición, ese leitmotiv cicatrizado es un poema/cartografía existencial en el que se ubica el habitante-lector a contemplar esos poderes alternos que maceran lo humano y que se encubre con el caos inhumano que tendrían, por una responsabilidad ética, que atestiguar los sobrevivientes… porque esa reiteración –señores- es un pregón de sobreviviente, y como sobreviviente “Yo soy el que agradece la luz clara en las pupilas” (Goyes, p. 27).

Lo cierto es que la saudade es una atmósfera sobrecogedora a lo largo del libro, porque se trata del testimonio de un extranjero en un mundo que ya no tiene mucho que ofrecer, más que recuerdos en los que se envuelve un pasado de explotación y abusos, y frente al que la poesía no es más que un testamento, una cartografía imaginaria para la memoria y sus nichos, en los que solo se podrá posar la fe del descreído, que tan solo cree en lo que acampa en las palabras, y que la tribu ha llamado poesía, ungüento/banda sonora de los campos de concentración que se esparcieron por el mundo.


Miyer Pineda, la Nené, Carlos Fajardo, Jorge Ordóñez, Aura y Julio Goyes

                Los poemas de Ignición (2021), muestran ya la maestría en el manejo de la imagen; esto apacigua la lectura y permite el habitar; la poesía es fresca, y en apariencia, conversacional: “cercana es nuestra lejanía”, “yo soy al que le falta irse”, “cada ruina tiene su promesa”, “el fósforo encendido sin vela que lo aguarde”, “irse con la mirada del niño que en ti se acurruca” …  el estilo intimista, invita al lector a visitar con él, cartografías personales.

Ya a punto de partir del primer puerto, De Blas de Otero a Guillermo Carnero… un acercamiento a todo ese peso simbólico que ejerce la poesía y la música española, y el balance de encuentros gratos que han dejado otros poetas y pintores: Vallejo, Goya, Baquero, Neruda, Gutierre de Cetina, Serrat, Sabina, etc., sin embargo, el peso de ese trasfondo religioso como una de las formas que tiene el inmigrante de resistir, y el pregón en el poema África (pp. 41 y 42), una oración a ver si las vírgenes del mundo amparan a tanto desesperado que huye, a tanto abandonado que terminó siendo estadística proveniente de Estado fallido, y que deambulan con su carga de años y de tristeza a cuestas.

 

El duplicado que abre el olvido

En el segundo puerto, Retornos, es Vicente Huidobro, desde el sur, quien atiende el arribo de los viajeros. La levedad de la condición humana yace entramada en el peso de lo fraterno y de lo familiar. El regreso es una forma de lo sagrado. Hay un ritmo distinto, una banda sonora distinta en este transcurso; es como si el extravío exigiera inmovilidad; sin embargo, es el deseo el que guía las estadías por el mundo, por las esquinas de la noche (Goyes, p. 52). La idea del retorno hace que la fluidez del lenguaje permita un reencuentro más afianzado con los fantasmas interiores, en diálogo con otras orillas y otros umbrales, Madeleine Payroux, John Burnside, Dylan Thomas, Tarkovski, Dostoievsky, Pushkin …  Pessoa… mientras, lo cotidiano se ofrece en forma de diario de inmigrante que sabe que la estadía por fuera del terruño, es solo mientras tanto: “Yo soy al que le falta irse” (Goyes, p. 54), dice el poeta y es como si de repente comenzara a llover en esta película cuya banda sonora es el sonido de la lluvia o del viento, o de la crepitación de la piel que desea, desafiando así, a la muerte y sus rutinas. En este acápite, es el poema El duplicado (p. 56) una síntesis poderosa; consigue el poeta vislumbrar la carga existencial que deambula por toda la obra:

 

          EL DUPLICADO

         

          A la ostentosa memoria le aguarda

          un grito por la llave perdida

 

          Habitará vedada frente a mis ojos,

          cordillera de cobre que traba el deseo

          y recauda el delirio cotidiano.

 

          De repente pulula el silencio y alguien

          por toda la casa revela el misterio:

 

          yo soy el duplicado que abre el olvido.

 

El baile sobre la nieve

En el tercer puerto, Contraseñas, el viajero reflexiona sobre el arte de la escritura, sobre las implicaciones de la creación en un mundo vacío que impone la mordaza de la banalidad y la autocensura; Goyes recuerda que un libro de poesía, a su manera, también es una lección sobre el control de las palabras y su ilación a través de imágenes que sirvan de cauce a las pulsiones humanas.

El lector cabalga con los jinetes de Gengis Kan, y desde el aire, con el ojo avizor, a modo de gaviero, de voyeur, resignifica el sentido de esos trozos que nos llegan del pasado, tan insondables que ya solo pueden resguardarse en el reino de la ficción. Ahora es Svetlana Aleksiévich quien nos da la bienvenida, luego seguimos a un perro mongol que habla con el viento, a cazadores que siguen a un zorro herido en la nieve, y aceras y calles que son heridas en el cuerpo de la infancia. El lector pasa de leer los rastros de la belleza en la nieve, a presentir el latido de la belleza en las ruinas, bajo la forma de pulsiones, mitos, utopías y memoria. El libro, entonces, es un espejo en el que nuestra época puede mirarse, presentirse destrozada en una cartografía cargada de siglos. Ahora, el lector comprende las razones por las cuáles este puerto se llama contraseñas. Entramos a la casa del mundo en la que ya solo se escucha la voz de Orfeo en el Arte, en el sótano abandonado donde fuman los fantasmas y se respira detenido el tiempo, que es el espacio que queda entre la flor y el colibrí, lo visto y lo desconocido.  

 

El fósforo encendido sin vela que lo aguarde

En el último puerto, es Philip Larkin quien nos da la bienvenida. El poeta inglés, denuncia al sol que impide lo que sucede en lo oscuro, en la sombra. ¿Sería posible en esa oscilación pensar en la justicia poética? ¿Cabe aquí pensar la poesía como un río cuyo cauce son las orillas de la ética y la estética? Y en ese vaivén, ¿en dónde queda la memoria? “Yo soy el recuerdo que todo lo coloniza” dice el poeta, mientras señala que todas “las cosas hieren” (Goyes, p. 84). Quizás deba repetirse: Todas-las-cosas-hieren, por tanto, ¿la poesía tendría que ver con la injusticia, con la indiferencia, con el aberrante proceso de deshumanización que aqueja nuestra sociedad?

Hay desaparecidos en el poema porque el poeta viene del reino que ha enaltecido la desaparición forzada hasta el grado de sacralizar esta práctica maldita: “No hay gloria sin muertos que la comarca/ por largo tiempo olvide, ni libertad/ sin sombra que la persiga” (Goyes, p. 86). Y hay caballos en el poema porque son símbolo de la muerte instrumentalizada por los asesinos que imponen de manera paulatina sus apocalipsis a través de un genocidio que no cesa. Y se habla de la escritura del poema porque esta práctica hoy en día, es un acto de rebeldía cuando de lo que se supone que se trata la vida es de permanecer sometido a la imbecilidad de las redes, que actúan como poderosos vasos comunicantes del hiperconsumo, mientras drena la vida de miles de millones de seres a lo largo y ancho de este pobre planeta, a merced de una especie ajena cada vez más a sus preciosos latidos. Y hay boleros y respiración a través de los recuerdos porque la poesía es la sombra luminosa de nuestra finitud, en un universo infinito, en el que por casualidad nos cruzamos y nos olvidamos a veces, torpemente, como si no estuviéramos hechos de tiempo, mientras nos reconforta comprender, al fin, que conocimos a una mujer en el sur -siempre el sur-, que nos enseñó a bendecir la lejanía y el pan. Y, finalmente, hay el sur, está el sur, su peso silencioso anclando el verde y el rojo, esa generosidad en la que amaina lo sagrado y dirige los pasos en el laberinto, en busca de una salida; y que mejor que una llama para iluminar los pasos, porque el poeta lo sabe y ya lo decía Bachelard: “La llama es, entre los objetos del mundo que convocan al sueño, uno de los más grandes productores de imágenes. La llama nos obliga a imaginar”, y agrega: “La poesía es meditación, humanidad que reverbera mientras el tiempo subyuga, y en ese tránsito en el que emerge la imagen poética, se vislumbra el porvenir” (1975, p. 9 y 10). Goyes lo sabe, y así termina –recomienza- el viaje, “yo soy el que hurga/ entre las llamas/ y encadena palabras/ hasta el alba”; sigamos su ejemplo, y en este aterido largometraje que es nuestra existencia, hurguemos en esa brasa que ilumina nuestra basta soledad; aunque, a lo mejor debamos tener cuidado, porque esta podría ser otra de las causas por las cuales la gente muere incinerada en los hoteles[3].

 

 

ÁFRICA

 

Virgen de Atocha salva a los negros del África que cruzan

el Mediterráneo bautizados con la sal de su merienda.

Ellos aprietan las pateras con las muelas y retan en alta

mar a las gigantes olas renovando la hazaña del manchego.

Sus ojos anegados encuentran fotografías deshidratadas

en todos los periódicos del orbe.

 

Todos los días la televisión regala al mundo spots de invasores

venidos de los cuatro puntos cardinales.

 

Soy África, en mi sueña el primer hombre.

 

Todos somos negros —mujer divina— no se puede olvidar

la emoción del primer fuego. Andan por las calles

con una dirección arrugada en la mano y su columna de

Sansón saluda a los que han vencido con una sonrisita de

perdón por haber venido.

 

Si puedes —Virgen de Atocha— dales también una mano

a los del Éste y a los Latinoamericanos —de pasada—,

pueda ser que estemos inmigrando desde que nacimos

y no encontremos reposo en esta tierra. Detén a los que

negocian con el secreto de sus lenguas e incluyen en sus

compras el deseo de los niños envuelto en su propia eternidad.

Mira que sus mochilas exhibidas en los almacenes

de cadena están estampadas con el sida de su historia.

 

Soy una patera sin escora rechazada en todos los puertos.

 

Virgen de Atocha, tal vez el hambre requiera de vez en

cuando un milagro en alianza con la Guadalupana y con

la Virgen de Las Lajas que vive en Ipiales velada por madres

bondadosas.

 

Haz que sus cuerpos no se desplomen en las esquinas de

Lavapiés y de Atocha, que tengan —señora nuestra— el

ingenio para convertir la lluvia de Madrid en agua potable

para su sed de vida.

 

Yo soy África, en mí sueña el primer hombre.

 

MORIN KHUUR

 

Ahora lo sé, aguarda en la cinematografía

de mi memoria:

                          la estepa arrebatada

por un caballo mongol, sus cascos restableciendo

el antiguo vínculo con los espíritus.

 

Yo soy morin khuur, el baile sobre la nieve.

 

Una niña ansía reencarnar cuando muera,

su mirada sesga presiente el galope de la tormenta

bajando de las montañas.

                                          Más allá

el perro mongol habla con el viento,

señala con su cola al buitre que amenazaba al niño.

El desierto huele a leche tibia batida por la madre

para que madrugue en la casa nómada,

el padre reza su centro agradecido por los días

en que la familia abrigó su memoria sedentaria.

 

Yo soy la cabra inmóvil en la estepa,

leve polvo en el camino.

                                                                             para Sina Sang

 

EL ÁGUILA

 

Los cazadores se regocijan con el águila que sigue

las huellas de un zorro herido en la nieve,

es un sacrificio mongol, su piel ayuda a soportar

el frío de la estepa.

 

Envuelta en una caperuza el ave aguarda ver el mundo

para combatirlo como si fuera la primera vez.

Siempre regresa al brazo del kazajo que monta su caballo.

 

Soy al ave rapaz de Gengis Kan, la horda paciente

que incendió el Asia para darle claridad

al resto de la tierra.

 

Las águilas doradas guían el deseo de las niñas atrapado

en su visión, es un ritual exclusivo de los Berkutchis,

guardianes de un ritual de siglos que ata lo salvaje

a la vida nómade de las familias que cruzan

las montañas Altái.

 

Yo soy uno de esos cazadores que luchan por dejar rastro

en la tormenta helada y nubarrones en la página blanca.

 

 

 



[1] Goyes N (2021). Ignición. Granada: Valparaíso Ediciones.

[2] Todas las citas de Goyes son del libro Ignición (2021).

[3] La última frase está en cursiva porque es una cita de memoria; no recuerdo el autor, pero algo me dice que leí el texto en la revista El Malpensante… Si alguien sabe el autor, nos lo recuerda en comentarios.


Comentarios

Entradas populares de este blog

LAS VERDADES DE MI MADRE

Conjuro nocturno o la poesía como hilo de Ariadna. Acercamiento a la poética de Virginia Vargas Avella

La poética de los puertos escondidos. Acercamiento a un libro inédito de Luis Miguel Rodríguez.