LOS APUNTES DE HUMBOLDT O LA NATURALEZA DE UN NUEVO MUNDO DESTRUIDO POR LA COLONIZACIÓN
LOS
APUNTES DE HUMBOLDT O LA NATURALEZA DE UN NUEVO MUNDO DESTRUIDO POR LA
COLONIZACIÓN
Por Álvaro Neil
Franco Zambrano
El libro “Los apuntes de
Humboldt”, del poeta Daniel Montoya (Puerto López, 1984), trae en la portada
dos gajos con dos flores cuyo nombre desconozco. Imagen que trae a mi memoria
de rayo, el conocido haiku de Matsuo Basho: “Árbol en flor: / qué árbol es, no
lo sé, / pero ¡cuánta fragancia!”. El color ahuyama de la tapa me lleva a
imaginar el desierto de la Tatacoa. Su lomo tabaco parece un chigüiro mojado
avanzando entre ramas resecas.
Al abrir su tierra
mostaza olorosa a hormiga culona, uno encuentra una dedicatoria en la cual el
poeta celebra el hecho de estar vivo y poder contemplar el sol que ilumina los
días; también recurre a la metafísica para cuestionar el futuro. Después aparece
un epígrafe de William Ospina, donde el escritor tolimense enfatiza la
importancia de observar con sumo cuidado las cosas que rodean nuestra
existencia; habla también del arte de saber preguntar y admirar lo más
insignificante y sencillo, para alcanzar la escalera que lleva hasta el cielo
de la sabiduría. Luego, vienen unos versos, de José Emilio Pacheco, tocados por
el desconocimiento que los seres humanos tenemos de la naturaleza, la cual nos observa
con ironía y sarcasmo todo el tiempo.
Este libro es un
homenaje a los animales descubiertos por Humboldt, en su expedición a La Nueva
Granada. No está de más decir que Montoya le cede la voz poética a Humboldt,
para que nos comparta sus hallazgos de expedicionario enamorado de la
naturaleza. El universo tejido por los
arácnidos; es el primer misterio en el que me detendré a contemplar la
inteligencia de sus arañas vestidas con hilos de seda.
En La araña de agua,
Montoya recurre, con un dejo irónico, a la analogía entre la burbuja creada por
los remos de este animal en vía de invención, con la casa que los seres humanos
levantamos a punta de palabras. Es así como en el poema se concluye que las dos
moradas están hechas de tiempo, y que el mismo corre como un río: “Es la única
araña que sabe que una casa se construye todos los días”, que si para algo se sueñan
las viviendas es para pasar a la mesa con tranquilidad: “Es la única casa que
espera que su habitante termine de comer”.
La araña Goliat es un
gigante atípico que, al igual que los cíclopes, vive en cavernas. Su tamaño
inverosímil y su longevidad de grulla crecen gracias a la oralidad de los
indígenas que habitan en el corazón verde de la selva y a los mitos sagrados
escritos en hebreo. En su dieta particular tienen lugar los colibríes, tal vez
porque el sueño de esta araña, al igual que nosotros, siempre ha sido devorar a
sus primas hermanas, las estrellas. La araña Goliat silba con sus patas de
pianista para espantar la muerte: “No es vano que apenas se siente/ amenazada
el roce de sus patas/ produce un extraño silbido/ que avisa que es imposible/
que retroceda o se desvíe”. La única muerte que vence a esta mano peluda, es la
pequeña muerte del amor: “Su ira no es mortal para los humanos/ pero sí para la
araña Goliat macho, / que es canibalizada por la hembra/ después del
apareamiento”. Esto le pasa tanto a la mantis religiosa como a la araña en
mención, por no ir los domingos a la misa de ocho.
Con el poema titulado La
araña de seda de oro, recordé el nido de la araña pollera que atacaba las
gallinas cluecas de mi padre, la araña tigre que sigue devorando las matas de
sábila donde palpita el alma de mi madre. Su color oro y plata que brilla como
un pequeño tesoro en las lindes del patio: “Se ha roto el huevo/ y la araña que
cuaja en su vientre la seda”. La máscara que cubre el rostro deshecho de
Tutankamón: “La araña que hará de su presa una momia/ y un sarcófago”. En el
poema La herencia del cosmos, se habla de la araña como un guerrero samurái que
hace un pare en sus labores cotidianas y se dedica a descansar: “Hay una hora
en que la araña desteje/ la trampa y fabrica un lecho”.
Cuando Montoya hace las
veces de entomólogo, menciona La mosca jorobada, en este poema se aborda el
tema de la sobrevivencia y del cazador cazado, de la selección del más débil
para hacerlo víctima de la táctica mortal de este monstruo del aire: “La mosca
jorobada encontró/ la manera de poner a salvo sus huevos/ de las hormigas
coloradas/ (que todo lo devoran en la selva)”, “Cuando la larva rompe el huevo,
/ se alimenta con el cuerpo de la hormiga/ hasta continuar su desarrollo. / De
esta manera, la vida perdura/ cuando aleja a un bisonte/ o a una hormiga de la
manada”. En El cazador ocurre de la misma manera: “La araña inició su tejido en
el cañón de la escopeta/ y él decidió no disparar ese día/ A la mañana
siguiente la araña edificaba/ columnas patios y jardines de rocío/ y él decidió
no cazar ese día/ (…) La cuarta mañana la araña/ envió sus ejércitos/ lo hospedó
en su palacio”.
Montoya se desplaza
hasta los sueños del aire, para presentarnos en un lenguaje narrativo, el
milagro que hace posible la vida poco común del colibrí. Nos baña en sus
colores nacidos en los arcoíris, en su vuelo vertiginoso y original que imita
la velocidad de la luz, en su pico similar a una lezna curva para coser
zapatos; con la diferencia que el colibrí lo utiliza para chuparle el alma a
las flores. Colibrí, especie de dios caído en los aromas de las flores: “Así
las cosas, del colibrí planea/ para alimentarse/ y se alimenta para planear/
Vive condenado al vuelo / esclavo del jardín”.
En Las tortugas buscan
el río, este animal que vive con tranquilidad, mientras se bebe el universo;
que lleva, como el caracol, la casa en su espalda; representa los sueños frustrados
de los indígenas esclavizados en la época salvaje de la colonia y la
cristianización sangrienta de América Latina. Estos se caracterizan por
permanecer incólumes ante la barbarie ocasionada por la civilización, mientras
los fenómenos naturales y la naturaleza siguen su rumbo hacia la libertad:
“Generación tras generación han estado/ aquí, de pie, sin poder seguir su
curso, / como esos huevos de tortuga en las playas/ del Orinoco que nunca
llegan al río”, “ellos siguieron ahí, en silencio. / Mientras el caudaloso
Casiquiare conecta/ el Amazonas y el Orinoco; mientras crecen/ los campos de
maíz, caña e índigo; / mientras una nube de garzas, flamencos/ y patos salvajes
sobrevuelan el lago/ Valencia al atardecer”.
En El hogar de la sombra,
la voz de Humboldt se mimetiza con la naturaleza, a la cual deja hacer su
trabajo. Su ser está hecho de sangre y clorofila. Es un puente colgante de estrellas
que atraviesa el infinito: “Alinearme con el universo, / no estorbar/ Ser la
ruta de las hormigas/ el vacío de la montaña, el aire de la bandada/ Ser el
jardín que solo consta de una flor y un colibrí”. En Que tu choza sea el mundo,
Montoya nos da a entender que no es posible habitar el mundo si no estamos
acompañados por la naturaleza, sobre todo en estos tiempos de cambio climático
y calentamiento global: “Aún no está terminada/ la choza/ faltan las nubes/
falta la noche y el jardín/ faltan los nidos/ de los pájaros”.
En los poemas titulados La
herencia del cosmos y Oscuro abrazo de raíces, el poeta nos comparte la
comunión y el diálogo, en sordina, sostenido por los integrantes de la
naturaleza, entre ellos el del animal humano: “Intuyo una conversación de hojas
y raíces. / Un lenguaje que solo se aprende/ siendo la ruta de las hormigas, /
siendo nido o puente”. Es un tiempo
donde lo infinitamente grande toma el lugar abandonado por lo infinitamente
pequeño: “y el cielo entra en el cascarón/ que dejó la chicharra”, donde los
animales presienten los fenómenos naturales: “los pájaros sienten los lentos
ríos de fuego/ que corren debajo de la tierra”, donde la fauna y la flora
recuerdan sus orígenes: “una hora en que la gallina se yergue/ como su
antepasado dinosaurio”, donde las hormigas cruzan en hojas su futura familia, y
la acomodan en los nidos rumorosos de la ribera: “y las hormigas llevan sus
huevos/ a la orilla del río”.
Tiempo en que los
sentidos del universo explotan de felicidad: “Hay una hora en que la canción de
los grillos/ hace brillar a las estrellas”, en que los antípodas se abrazan:
“el fresno percibe las plumas húmedas/ del vencejo y lo deja posar en su rama
seca”, en que el crecimiento del bosque está maduro para las visitas del
hombre: “una hora en que el fruto que cae/ se convierte en una casa”. Tiempo
para el solsticio de verano, el cual implica una mayor posibilidad de que los
animales concreten el ciclo de sus vidas, de que la existencia de las
diferentes especies celebre sin prisa el milagro de la luz: “Hay un día que
dura más/ que los otros días del año/ unos minutos más de luz para la mariposa/
(…) para que las ranas recorran/ el sinuoso camino del amor”. Tiempo para
escuchar “¿Qué se dicen la ceiba y la mariposa?”.
Hay un ramillete de
poemas donde Montoya aguza el oído y el universo se expande como una concha de
caracol que deja escapar el sonido del mar, como Aurelio Arturo cuando
escuchaba el silencio de las hojas que caían de los árboles; instante único e
irrepetible, donde logramos captar lo supuestamente insignificante, la música
de la naturaleza, que para el poeta es como el descubrimiento de un nuevo
continente; abanico de posibilidades donde equilibramos el espíritu con el tic tac del cosmos: “Dentro de tu oído/ ya
crece una orquídea”. Son mundos ubicados a la vuelta de la esquina, pero nunca
los vemos ni los sentimos, porque les restamos importancia. Mundos que en un
momento dado se convierten, sin que nos demos cuenta, en nuestra razón de vivir:
“pero a que le puedes temer/ si adonde vayas habrá una flor/ esperándote
siempre”.
Algunos de estos poemas,
Hipótesis sobre el origen de un dolor de cabeza, Instrucciones para el aprendiz
de botánico y Fábulas, tienen en común un final inesperado o sorpresivo (referido
al destino fugaz de los seres humanos,
al desconocimiento de su esencia), que
tiene lugar después de una cascada de metáforas, o una serie de conjeturas, o
afirmaciones sobre el conocimiento de la naturaleza; poemas similares a la batalla (entre las manos izquierda y
derecha, y a su reconciliación final cuando deciden amarse), que se presenta en
el poema, Parábola de las manos, de Juan Manuel Roca, o a las evocaciones del
poema, Elegía del recuerdo imposible, de Borges. En los mismos se reflexiona
sobre la falta de observación y de experiencias minúsculas que dignifican la
existencia; ocasionadas por la ocupación desmedida de un tiempo acelerado,
distante de la naturaleza, que origina el arrepentimiento; como si no
comprendiéramos lo efímera que es la vida e ignoráramos, como dijo el argentino
que quedó ciego por leer todos los libros del mundo, el tiempo que corre con
los ríos: “Tal vez no he mirado lo suficiente/ (…) Debí detenerme en aquel
nido/ donde había nacido una orquídea”, “Debí esperar en la playa a que la
última/ tortuga recién nacida entrara en el mar”, “Y las mulas son viento lento
a ras/ de tierra en las montañas/ su alimentación a base de abismos/ no les
permite ser una plaga”.
Finalmente, en La siempreviva,
Montoya nos presenta la persistencia y la lucha de una planta que crece donde
menos se espera y se nutre de manera acertada y frugal, con el universo
contenido en un grano de arena o en una gota de rocío: “La siempreviva ha
crecido en el tejado/ Se alimenta de la riqueza de un grano de arena/ del
invierno en una gota de rocío/ Para ella los tejados son lotes baldíos/ sus
raíces crean el suelo”.
Los apuntes de Humboldt
también tratan lo relacionado con la barbarie ocasionada por la colonización,
como por ejemplo la explotación laboral y minera. La primera frustra los
proyectos de vida del hombre amerindio, extermina sus sueños y deteriora su
sensibilidad; la segunda, arrasa la naturaleza.
En el poema Flora
sudamericana, Montoya le da la posibilidad, a la voz de los que no tienen voz,
de expresar su sufrimiento, con el propósito de que las mismas entren en una
especie de catarsis que les permita sanar el corazón y el alma: “Compré un
florero de cristal en París. / (…) y lo llené con todas las voces doloridas/
-que oí a lo largo de cinco años-/ y que ahora nítidas hablan en mi cabeza. /
Dejé pasar los días y las lluvias de otoño. / Las voces ya han florecido”. En
los versos del Mandato del virrey, la
voz poética del monarca quiere darnos gato por liebre. La misma recurre a un
mensaje autoritario de supuesto progreso, dirigido a los afrodescendientes, que
en el fondo deja entrever el exilio forzado, el trabajo excesivo, la
deshumanización traída por la evangelización.
En últimas, Montoya da a
entender en este poema que el imperio español cree estar haciéndole un favor a
los esclavos del África profunda. Que la humillación y la civilización a sangre
y fuego los convertirá en mejores seres humanos: “Díganle que sus hijos/ se
ubicaron lejos de aquí, muy lejos/ (…) Díganle que aprenden / a plantar banano
y algodón/ (…) Díganle que ganan un sueldo/ y hablan fluidamente el
castellano”. En Los horarios del desierto acontece lo mismo: “El virrey nos
mira con atención. / Nos dice, míster Humboo, / que la labor es dura pero
noble. / Y así, todos los días/ continuamos nuestro propósito: / de grano en
grano/ acarrear el desierto”.
En Explicación del
ejército acerca del hallazgo de un barco con un cargamento de niñas aterradas y
Las tortugas buscan el río, asistimos al encuentro con una voz poética
sarcástica que habla sobre la violación de los derechos humanos, sobre el
trauma psicológico de niñas y adolescentes vendidas como objetos, para
desempeñar labores de carácter sexual: “Señor Humboldt: cuando las sirenas
pierden su virginidad, pierden también su cola de pez y no pueden regresar al mar.
De hecho, en algunas aparece un miedo intenso al océano por el resto de sus
vidas”, “Mujeres de nueve años, las más/ apetecidas por los traficantes desde
los/ tiempos de Cristóbal Colón”.
Poemas
del libro Los apuntes de Humboldt (XLI Premio Iberoamericano de Poesía Juan
Ramón Jiménez, 2021), de Daniel Montoya.
Las tortugas
buscan el río
Como
caballos en una subasta
examinan a los esclavos en el mercado
enfrente de la casa recién alquilada
en la plaza principal de Cumaná.
Su piel brilla por el aceite de coco
que les obligan frotarse en el cuerpo
desnudo y de atlético silencio.
Como caballos en una subasta exploran
con brusquedad sus dientes,
meten los dedos en sus bocas y hurgan
rabiosamente buscando llagas,
buscando secretos o palabras indecibles.
A las mujeres les palmean las nalgas.
A los niños les golpean las piernas
con una vara untada de sangre.
Ellos,
quietos, dejan hacer.
Cuando el cielo se oscureció, ellos
continuaron de pie, ahí, en silencio;
cuando la tierra tembló (por primera
vez para mí); cuando una lluvia
de meteoritos colmó el cielo de colas
blancas y llameantes; cuando
empacamos los baúles en las barcas
con cuatro mil especímenes vegetales,
ellos siguieron ahí, en silencio.
Mientras
el caudaloso Casiquiare conecta
el Amazonas y el Orinoco; mientras crecen
los campos de maíz, caña e índigo;
mientras una nube de garzas, flamencos
y patos salvajes sobrevuelan el lago
Valencia al atardecer; mientras las serpientes
de nueve metros se arrastran
en el bosque y las palmeras con flores rojas
y los cangrejos azules y amarillos
son batidos por el mar y por el viento
ellos siguen ahí, de pie, en silencio.
No
importa que los vendan y vengan otros,
siempre serán los mismos como lo son
las hormigas y las chicharras,
como los son las abejas y los primates.
Siempre serán mujeres, niños y hombres.
Mujeres de nueve años, las más
apetecidas por los traficantes desde los
tiempos de Cristóbal Colón,
o veinteañeras sin críos pero con abundante
leche (y le oprimen con fuerza
las tetas para comprobar los hechos).
Hombres macizos para exprimir
en las plantaciones de plátano y en el campo.
Y niños ágiles para estos vientos.
Generación
tras generación han estado
aquí, de pie, sin poder seguir su curso,
como esos huevos de tortuga en las playas
del Orinoco que nunca llegan al río:
los misioneros los recogen y elaboran
con ellos finos aceites para iluminar
sus viejas iglesias
atestadas de hongos y termitas.
La herencia del cosmos
Hay
una hora en que la canción de los grillos
hace brillar las estrellas
una
hora en que la gallina se yergue
como su antepasado dinosaurio
el
fresno percibe las plumas húmedas
del vencejo y lo deja posar en su rama seca
hay
una hora en que las estrellas
escriben sus memorias en la arena
una
hora en que el fruto que cae
se convierte en una casa
y
las hormigas llevan sus huevos
a la orilla del río
hay
una hora en que la araña desteje
la trampa y fabrica un lecho
los
pájaros sienten los lentos ríos de fuego
que corren debajo de la tierra
y
el cielo entra en el cascarón
que dejó la chicharra
hay
una hora en que las especies
se anudan al hilo de la vida
una
hora en que comprendo
la herencia del cosmos
una
hora en que no estorbo
La mosca jorobada
La
mosca jorobada encontró
la manera de poner a salvo sus huevos
de las hormigas coloradas
(que todo lo devoran en la selva).
Diseñó
una estrategia peligrosa:
desde el aire persigue a las hormigas
y en una maniobra rápida, exacta,
inocula su huevo en el lomo
de alguna hormiga distraída.
Con
las semanas, el desarrollo del huevo
hace que a la hormiga no le lleguen
los mensajes químicos de sus
compañeras y se aleja de la colonia.
Vaga
sola hasta morir.
Cuando
la larva rompe el huevo,
se alimenta con el cuerpo de la hormiga
hasta continuar su desarrollo.
De esta manera, la vida perdura
cuando aleja a un bisonte
o una hormiga de la manada.
La araña de agua
La
araña de agua se asoma a la superficie, toma aire y, como por arte de magia,
hace aparecer la burbuja. Desciende con la burbuja, mete adentro la presa
conseguida y por último entra ella.
Debajo del agua, dentro de la burbuja, la araña pasa desapercibida para los
depredadores de la superficie. Acomodada en su frágil oasis se toma su tiempo
para chupar la presa. Es la única araña que sabe que una casa se construye
todos los días.
Y la burbuja la espera. Es la única casa que espera que su habitante termine de
comer.
Instrucciones para el aprendiz de
botánico
Si
crece en el fuego
es un crisantemo
si
crece en el horizonte
es un hinojo
si
crece en las estrellas
es un cactus
si
crece en el viento
es una siempreviva
si
crece en la nieve
es un liquen
Dentro
de tu oído
ya crece una orquídea
No
es mucho para conocer el mundo
es cierto
pero
a qué le puedes temer
si adonde vayas habrá una flor
esperándote
siempre
Daniel
Montoya nació en Puerto López, Meta, en 1984. Es
poeta, docente y narrador. Licenciado en Lengua Castellana de la Universidad
del Tolima y Máster en Neuropsicología y Educación de la Universidad de la
Rioja, España. Pertenece a la Red Nacional de Escritura Creativa,
Relata-Literatura, y a la Red Académica Colombiana de Instituciones de
Educación Superior Redlees.
Ganador del XLI Premio
Iberoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez, España (2021). Premio de Poesía
Juan Lozano y Lozano, Ibagué, 2020. Finalista en el Premio Nacional de Poesía
Ciudad de Bogotá, 2020. Ganador del IX Premio de Poesía Granajoven, Granada,
España (2018). Finalista en el 34° Premio Nacional de Poesía de la Universidad
de Antioquia, Colombia (2016).
Ha publicado en algunas
antologías de cuento y poesía. Ha escrito los poemarios El libro de los
errores, 2018; Políptico del aire, 2018; Manual de Paternidad, 2019,
y Los apuntes de Humboldt, 2021.
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