Poesía + Enfermedad = Poesía (Acercamiento a la poética de Juan Secaira Velástegui)




Compartimos con ustedes un ensayo sobre el inmenso poeta ecuatoriano Juan Secaira Velástegui, Premio Nacional de Poesía en Paralelo Cero 2023  es un guerrero y un profeta. Ha establecido una guerra de guerrillas desde los territorios de su cuerpo, en contra de una enfermedad invasora que busca encadenarlo a la montaña de una silla de ruedas. Con su mano muerta escribe comprobando que Bolaño se rendía, porque Poesía ­­+ Enfermedad = Poesía. El ensayo aborda dos de los libros del poeta para dar cuenta de su poética demoledora, en tiempos de banalidad y marketing, en los que, además, los enfermos (como la poesía), son proscritos de las polis.

Poeta Juan Secaira Velastegui
Premio Nacional de Poesía de Ecuador
Paralelo Cero 2023


Poesía + Enfermedad = Poesía

(Acercamiento a la poética de Juan Secaira Velástegui)

 

Por Miyer Pineda[1]

Ribera de cristal

 

Al finalizar el verano de 1917, Kafka enfermó y tuvo que retirarse de su vida laboral para intentar recuperarse. En esos meses se sintió libre y comprendió que la enfermedad le daba algo de tiempo para escribir; desde esta perspectiva, escritura y enfermedad no sólo van de la mano o son riberas que contemplan el cauce; escritura y enfermedad, aunque tengan vértebras que se extienden bajo estratos de roca, tierra y nervio, en cordilleras distantes, en realidad son siamesas. En sus aforismos, Kafka ve el mundo a través del dolor, de la incomodidad asfixiante de la debilidad del cuerpo, del desgaste que promueve la inmovilidad y muestra el abismo, el desierto que existe antes de que llegue el fin.

La enfermedad es un jaque desde la vida y desde la muerte, un territorio entre los dos espacios adheridos a la finitud; y cuando el poeta está en ese lugar, tiene que lidiar consigo mismo y contemplar el mundo mientras encarna la arena del tiempo que le queda en la clepsidra del vivir, en ese doloroso tránsito de ser la arena que se fuga de un embolo hasta el otro, dejando apenas un rastro, el poema como transvase, como escritura en la piel del tiempo, de la muerte que somos. La poesía al filo, por tanto, es una forma de escatología, un campo de batalla en el que se dirime el triunfo a través de la belleza del arte. Respiración y tiempo se depuran y emerge la escritura poética, al filo; ese es quizás el principal rasgo de esta forma de escritura, tan hermosa y lejana de la estridencia propagandística.

Plaza en Quito. Fotografía de Miyer Pineda.

Si hay algo poderoso en los aforismos que escribe Kafka, en el momento en que la enfermedad y el terror que le produce (tose y sale sangre), lo obligan a, digamos, descansar, es la posibilidad de alejarse de tantos pseudoproblemas impuestos por la cultura y concentrarse en lo esencial, en el tiempo que resta, en la escritura como placebo en muchos casos, o como fórmula para vencer al dolor y al olvido, depurando el sentido de la existencia, añejándolo a través de la escritura; así Kafka, hace de la enfermedad, el suelo, el aire, el mandamiento (2014, p. 23) para recrear el escenario del porvenir de su poética, destinada a profundizar en la escatología que somos en el vaivén de la eternidad: “El hombre no puede vivir sin una confianza duradera de que hay algo indestructible en él; tanto lo indestructible como también la confianza en ello pueden permanecer constantemente ocultos” (pp.24 y 25).

Por esta razón, al encontrar los vestigios de Kafka, por el mundo, al compartir la mesa con un miembro de la raza de Kafka, de su descendencia, el lector termina por guardar silencio mientras la palabra sucede; y, esto, precisamente, es lo que ha cifrado la comunión del encuentro con el poeta Juan Secaira Velástegui[2] (Quito, 1971), la enfermedad poniendo en jaque a nuestro cuerpo, y nosotros poniendo en jaque a la enfermedad desde la poesía -a pesar de la inminente derrota-, mientras la escritura hace las veces de isla desierta en medio del naufragio:

 

Padre

 

Padre jamás ha probado un trago

me los dejó todos a mí

girando

en la memoria de una deidad irónica.

 

Padre

intentó curarme

desde el principio

estoy enfermo también de poesía.

 

Ayer lloró

lloramos

solos

como la vez que

entre nubes

quemamos

mancos

nuestra

última

cometa.

 

(Secaira Velástegui, 2015, p. 7)

 

Y en el poema todo; la inocencia yéndose, el padre (ese escondite) compartiendo el incendio, la búsqueda, la resignación que sólo es posible si se tiene la certeza, la fe kafkiana de despojarse hasta ser la parte indestructible frente a la que ya nada puede hacer nada, ni la enfermedad, ni la vida, ni la muerte, ni Felice, ni el Padre, ni Milena, ni Max Brod, ni ELA, ni el brazo muerto, ni la silla de ruedas. Sin embargo, el poema se prende allá de las paredes del espíritu, junto con otros poemas, hasta que el muro se refuerza para resistir los embates siniestros del mundo y de su realidad impuesta. El trago, la deidad, el llanto y la mutilación, contrastan con la enfermedad que hace posible la poesía, es decir, la construcción del espíritu, la develación de la parte indestructible que nos habita.

“Estoy enfermo también de poesía” dice Juan Secaira, mientras la poesía empuja, a veces, su silla de ruedas, y él guarda silencio, recriminando el destino, porque “para intereses superiores bajezas superiores” (p. 8), mientras se dispone a librar una batalla, una de tantas, que le permita algún día, acercarse a la inminente “destrucción de la condena” (p. 9).

El camino para entrar al mundo del poeta es el libro Ribera de cristal (2015); nombre audaz para dimensionar las sensaciones del mirar-se mientras el tiempo permite conversar con uno mismo y ver cómo las cosas imponen su poder. La noche llena de gritos contrasta con una plaza que se adueña del silencio de los habitantes, “la sombra del deseo de desear” (p. 10), la infancia como preparación para la farsa, la lección de vida, conmover o transformarse, sobrevivir, es decir “contar los latidos mientras se finge una sonrisa” (p.12), resistir, porque “el manjar es el misterio”, y éste se alimenta de las heridas (p, 13). El poeta enseña que aguardamos algo que ya no vendrá, que somos “el error que convive y clama” mientras el placer y la vida se diluyen dejando en el aire la única pregunta posible “¿por qué sigo aquí?” (p. 14).

Ribera de cristal es un encaminarse hacia el interior en donde los fantasmas que habitan el espíritu, se protegen del mundanal ruido; y allí, en ese refugio, la infancia respira rozando los recuerdos y fabulando la felicidad en los cementerios de las palabras, del lenguaje; y, al recorrer la planicie, se respira también la fascinación de la soledad, de ese otro país en el que el silencio y el reencuentro son posibles, hasta que el caminante se tropieza con espejos fragmentados, con la carga del tiempo por las venas, con el hastío de la respiración rutinaria. El poeta se detiene; sabe que son malestares heredados por la cultura; todo se trata de construirse un espíritu, un espacio de encuentro con el ser:

 

Tono

 

Cambiemos el tono

invoquemos a otros dioses

olvidemos el triste patetismo

de la escuela y el colegio.

 

Vendamos nuestras almas en tango

no más profecías ni claustros

no más aventuras bajo la ciudad.

 

Mejor una fiesta

desprendida y ausente de discursos

labios supremos inventando dibujos

para alegrarnos.

 

Infinita comunidad a la distancia

de signos malolientes.

 

(Secaira Velástegui, 2015, p. 22)

 

Es liberador el alejarse pregonado en Ribera de cristal; la muchedumbre borreguil enrarece el ambiente del espíritu. Solo se salva quien encuentra unos labios que trazan con intensidad la realidad, o quien ha sido bendecido con una manada leal para continuar la marcha; ese es precisamente el título de uno de los poemas más conmovedores del libro, Marcha. Vivimos en el jardín del Edén, pero hay espinas, y de eso se trata el vivir mientras la hija juega al escondite o a ponerse la férula recetada en alguna de las manos; y más allá del peso que gana la existencia al poder jugar con la niña, la rutina impuesta por la enfermedad en la celda blanca en la que hay suero, fármacos, diagnósticos, enfermeros y dementes guerreando por capsulas: “Oigo gritos/ cierro las cortinas/ la imagen de cómo dormías en mi pecho/ cuando eras una niña. /Sustancias se van con el agua del lavabo// Volar sobre la marcha” (p. 24). El libro ofrece poemas luminosos, frescos como la fruta alejada de las plagas y del óxido; luego de la marcha, la travesía, la escritura, en busca del alivio:

 

Quito respira en escondites

ocultas historias sin abrir.

 

La lluvia traza preguntas de otros cantos.

 

Dios es la poesía donde se extraña al reino.

La poesía es el reino donde se extraña a dios.

 

Atraviesa el hueso escapa de su sitio y rompe

el sistema ominoso.

 

La poesía es una lágrima de hueso

que llora y sostiene

para no sostener y no llorar

 

 (Secaira Velástegui, 2015, p. 25)

 

 

Buscamos consuelo pero sólo está la poesía, ¿será la poesía el alivio distante o huidizo? Buscamos un refugio pero la escritura delimita imágenes en la herrería de la poética, y el herrero, a pesar del dolor de sus manos, se somete al fuego y al hedor de la palabra, para fabricar y ofrendar el hacer como descanso, como evidencia de la guerra que se libra en el campo de batalla que es el cuerpo.

Secaira, Ángeles Martínez y Fernando Operé
en Alóag 2022

“La cirugía de las medicinas diarias” (p. 27), ese cortar para ingresar, transgredir músculo y nervio como lo hace la imagen poética en lo real, aunque no signifique nada en el mundo del dolor que implica cargar con un “brazo muerto” y “una pierna rota y un agobio” (p. 28); la poesía jalona la infancia como una “envoltura” (p. 28), y allí está cercana la inmortalidad, aunque el dios de los intentos a estas alturas nos haya abandonado y estemos a merced de la serenidad: “Me parezco al alcohólico/ que mira/ desde el espejo de la memoria/ como cantante viejo con guitarra nueva” (p. 33); y en ese verso, la sabiduría que yace en el herrero, preparando el poema que da título al libro; la Ribera de cristal es manifiesto en el que la infancia, el transcurrir, la constante presencia del padre, los hallazgos que guardamos como amuletos (porque en ellos yacemos como especímenes humanos dispuestos para la respiración de lo bello en medio del horror), golpean al lector o al visitante de la saga:

 

Hasta los 30 años hacer lo que se te antoje.

Después ya solo queda vivir en poesía. Bromea

mi padre y a carcajadas regresa a su consultorio

Dios es la risa y la lágrima.

A diferencia de otros poemas en este

primero muere el hijo.

Riberas de cristal.

 

(Secaira Velástegui, 2015, p. 34 a 38)

 

Así termina la primera parte del libro; con un golpe demoledor, a lo Vallejo; la ironía como una forma de paladear lo que sucede; esa realidad que es destino encarnado frente al que la fuga se realiza a través de imágenes armadas con palabras; el herrero convertido en hechicero, inventor, alquimista. He ahí al poeta enorme: “A diferencia de otros poemas en este primero muere el hijo”; y la ribera de cristal (la poesía), alivia con la dureza; no hay otra alternativa porque Dios es la risa y es la lágrima. El lector no puede evitar suponer que si el poeta muere antes que el padre, dejando al viejo huérfano, quizás el poeta ordene el caos y se dé el lujo de morir antes que el hijo, recuperando el tránsito y el adecuado funcionar de “la matemática que supone la vida/ cuando la experiencia es infinita y celeste” (p. 42); pero entonces, el lector es golpeado por la orfandad del hijo sin el padre/poeta en su silla de ruedas y frente a sus pinturas en la madrugada, haciendo del arte una forma de jugar ajedrez con toda clase de oponentes, y, una vez más, el poema es llaga en la ternura y en la tranquilidad aparente de la poética de Juan Secaira, dirigida como candil a “darle a la voluntad el peso de la angustia, a darle a la angustia la belleza del reposo y al reposo la música de los días anónimos para no ser en ninguna dimensión posible” (p. 45).

Dentro del estilo de Secaira, la enumeración de imágenes, un constante fluir del agua de la memoria y de la sintesis filosófica, mientras roza levemente las piedras del camino. Contempla en silencio y escucha la respiración del tiempo; se ha propuesto “convertir en palabras el silencio del niño” (p.47), interrogar lo que no fue porque “es el único tiempo para la vida” (p. 48); resignificar las parábolas cotidianas, los nichos en los que a lo mejor puede abrigarse lo sagrado, ciertas calles, bibliotecas, librerías, hospitales, gentes; esas otras maneras de apaciguar el dolor del tiempo en fuga, el amor y las lenguas que revitaliza, la conversación con los hijos o la derrota atroz que inflige la belleza: “convertirse en tu oxígeno de ojos grises/ la sensación de no hacer nada más que tocar el fin/ del universo sobre tu piel huérfana”(p. 51).

¿Es posible sentir el dolor en la escritura? ¿Existirá un hermenéuta capaz de comprender en el horizonte de sentido de su piel, el decir del texto que propone el juego del lenguaje como paliativo, ya no sólo existencial sino físico? Las diversas síntesis logradas en los versos, arrojan luz para que el viajero que recorre la senda, pueda sentarse al menos, a comulgar con sus miserias: “Lucidez derrotada por el destino”, “Soledad es el destierro del alma. Intromisión del amor.”, “la premura de la infancia se eterniza en poesía”, “la dolencia no es más que una almohada y una sombra”, “¿Si desaparece la isla del punto de visión/ deja de existir el náufrago?”, “¿Venerar es desligarse o morir/ para remorir en segundos?”, “Campanario en un cuarto blanco”, “Murió Marco murió/ Alberto Javier murió Ana María/ los dibujo colgado de columpios/ me visitan los jueves contra mi cuello sus piedras”, “de la muerte/ no se puede escribir/ sin caer en suposiciones”, “mejor es vivir en el sentido revés del tiempo”, “viajamos en la isla del ahora”, “territorio/ hecho con la voluntad de las hormigas”, “Hijos: sangran su propio vuelo”, “Reptar por las sombras vencidas al dolor”, “Cuerpo/ finitud del azoro”, “La finitud es como un hilo imposible de cortar/ sin permiso de alguien”, “Finitud: un pinchazo”, “El amor es una inyección y ya no duele”, “Colibrí recién nacido. El poema es la/ repercusión de sucesivas muertes”, “Solo política: quememos este hospital”, “El dolor de la luz me entristece”, “¿y si la vida entera fuera un hospital? ¿Si la realidad un gran centro de curas y males?”, “ahorrarse el odio improvisando gracias”… Y Quito al fondo, como un cementerio, como una ciudad de sal (p. 64) en los sueños perversos de Simónides de Ceos, en los que depuró el vacío como jardines colgantes de los hospitales, para que el poeta, desde sus azoteas, pudiera ver a lo lejos los volcanes, el tráfico, los atracos y el caparazón de oropel de lo real:

 

Rodeado de ratas basura y cucarachas

con la cabeza rota

repleta de infinitas combinaciones

de alcohol en una noche cualquiera

escribo estas palabras

me desbrazo

observo los cortes profundos de estas

horas que se exterminarán

con la siguiente copa

 

(Secaira Velástegui, 2015, p. 91)

 

En la cuarta y última parte del libro, yace el tratamiento, la “terapia de consolación/ hospitales juego y pinchazos”, la vida deambulando entre los hijos, el dolor y la poesía, ese ungüento: “En estado de poesía/ suprimir por un segundo la gravedad abundante/ de lo que resta/ o separar el tren/ del delirio/ en su canto” (p. 97). Pero se trata de un aperitivo; lo que viene es poderoso, lo que se acerca es el poema, la isla en medio del océano abulico del aburrimiento y el hastío que produce la trama de la realidad. Al fondo Roberto Bolaño (2010) a punto de morirse, ya fastidiado de los poetas, de los escritores y de la farándula petulante que rodea a la pobrecita palabra que no sabe de qué hablar, cuando no ha nacido en los cuartos olvidados de los sanatorios; y, al fondo, en otro cuarto, don José Watanabe con el puto cáncer que se le prendió hasta hacerse parte de su sombra, obligándole a escupir con sangre la belleza (Pineda, 2021). Ahora, Juan Secaira Velástegui, ha escrito un poema en las paredes de las habitaciones olvidadas de uno de los hospitales de Quito, esas habitaciones secretas en las que los enfermos pueden fumar y jugar cartas y rendirse, al fin, ante el cuerpo del deseo, enfermo también, pero de tanta belleza que destila. Se ha escrito un rock and roll don Juan Secaira, y habría que preguntarle por esa maravillosa historia que revitaliza a miles de kilómetros de aquí; y uno se lo imagina con su sombrero y así sin afeitar, con su sonrisa y su mirada puesta en la mirada de Vanessa:   

 

JOTA. Una idea política

VANESSA. ¿Política racional mercantil baja carroñera altiva y soberana?

JOTA. Solo política: quememos este hospital.

VANESSA. Envenenemos la comida.

JOTA. Castremos al director.

VANESSA. Hagamos una colecta.

JOTA. La realidad es un hospital.

El miedo no es a no estar sino a no sentir

que se ha estado.

JOTA. La única guerra válida es la que se da

contra uno mismo

JOTA. La maldad es la parte verdadera de la pérdida

del conocimiento que es vivir.

A Jota nadie lo ha visto hoy. Ha desaparecido.

 

(Secaira Velástegui, 2015, pp. 98 a 105)

 

Se evoca a Bolaño concluyendo que Literatura + Enfermedad = Enfermedad, y frente a la ecuación, el poeta Juan Secaira agrega con su obra: Poesía + Enfermedad = Poesía. En su visión, se vive “a paso de lectura” (p. 106), como en los consultorios, pasillos, camillas o cuartos fríos, masticando la espera de las horas de visita, conversando con los demás enfermos o con los demás fantasmas, a quienes les duele la luz y los huesos y la memoria y el rostro de los familiares incómodos o valientes, asumiendo la vida de sus enfermos, antes de abandonarlos en las afueras del bosque, en los límites de la civilización, desde donde no se escuchen los gritos, los agradecimientos y las maldiciones.

 

Cordeles

 

El hombre de la cama de al lado

va a morir pronto

se desespera (y lo grita)

pensando

quién va a desempolvar los años

alimentar a los gatos

recoger las cartas y la ropa que ha dejado

tendida

en

sus

cordeles.

 

(Secaira Velástegui, 2015, p. 110)

 

Cuando vi de lejos al poeta Juan Secaira Velástegui, cuando lo pude escuchar, supuse que su destino se encontraba cifrado en alguno de los versos de César Dávila Andrade o de Jorge Enrique Adoum o de Julio Jaramillo o de Olimpo Cárdenas. El lector que se acerque a su obra apenas podrá ser su escudero por un rato -como si ayudara a empujar su silla de ruedas- mientras su poesía se instala en su cerebro como una droga poderosa; pero la cuestión no es esa, el problema radica en rastrear los demás libros del poeta, en testimoniar el diario que lleva en su cuenta de Facebook[3], adornado por imágenes de su vida y fotografías de su obra plástica. Desde esta perspectiva, Secaira es un museo en el que el nervio del lector hace que imagine por un rato, al menos, -mientras le llega su hora- lo que implica estar en sus zapatos; de esta manera, a su modo, el lector es la otra mitad del poeta; no se puede decir que la parte sana, digamos, que la parte que no ha enfermado todavía, porque ya en una de sus sentencias, la hija del poeta lo ha dejado claro, todo lo que existe es un hospital, y “el primer monstruo siempre es propio” (p. 113).

 

La mitad opuesta

 

Apenas dos años después de Ribera de cristal (2015), el poeta Juan Secaira publicará La mitad opuesta (2017). En la presentación que hace Alicia Ortega señala que Secaira habla desde el cuerpo y que se propone interpelar al lector en el dolor (2017, p. 5). A lo largo de la obra, se reflexiona sobre los vasos comunicantes que propone la textualidad con la vida familiar y el peso de la enfermedad en los asuntos cotidianos. La poética de Secaira, una vez más, ofrece contrastes; detecta la oscilación emocional de lo humano; su escritura media el asombro y el peso de la síntesis luego de los acontecimientos que trastocan el camino de los días. Sus poemas impactan porque son un registro de los acontecimientos mientras la celda del dolor acaece; de hecho, comparten el mismo tono que poseen algunas de sus publicaciones en su cuenta de Facebook[4]; es una minuta, un diario en el que se decantan los hallazgos: “Estos poemas fueron escritos/ con la mano menos hábil” (p. 15), porque así se vive, y al final del día hay evidencias del dolor, incluso, bajo las formas de la felicidad, a través de los lazos familiares y las posibilidades de serenidad que da la poesía. Se trata de una poética de la que brota lo vital: la infancia “desmarcada en la valentía de los adioses” (p. 16), a pesar del cuerpo y sus dolencias: “… saludar un día/ buscando amando leyendo/ con la diestra o la siniestra” (p.16), porque la vida es eso al final del sendero, “tanta magia en un truco/ incierto” (p.15).

El trabajo del poeta con el lenguaje es diciente y paciente, ofrece quietud en apariencia, mientras bajo la superficie, el lector es cercado proponiendo el sentido de la conmovedora lucha por resistir: “compartir la vida sin parecer un moribundo/ (nadie sabe lo que me he demorado en escribir vida)”; en parentesis, como se vive siempre, pasito o sin darse cuenta, bajito, porque en ocasiones podría llegar a ser demasiado tarde. El paréntesis da cuenta de un narrador al margen, el poeta desde lo inquebratable, con los ojos aguados, viendo al poeta resistir, deambular entre las trincheras que han cavado las palabras, en su cuerpo.

 

Ser autodestructivo por instinto puro se asemeja a recobrar

el sinsentido

de la poesía y por tanto

curiosamente

vivir.

 

(Secaira Velástegui, 2017, p. 16)

 

Son las oscilaciones lo que evoca nuevamente a Kafka o a José Watanabe: “La enfermedad permite al poeta buscar un espacio diferente de reflexión desde los nichos que abre la poesía en el lenguaje, para dar cuenta del cuerpo, esa única patria” (2021, p. 22), al decir del poeta peruano. Aunque las palabras no logran ser lo suficientemente poderosas para exponer la respiración, las sensaciones o las emociones que vive el poeta, al ordenarse a su arbitrio, al partir de la mitad erratica que está cosida al cuerpo como una anomalía, como un organismo más, como otra parte del cuerpo que se desconocía, adquieren matices distintos y florecen; ya Blanchot lo había advertido: “El problema es que esta enfermedad también es la salud de las palabras” (2018, p. 25), y ese es el rasgo   que más pesa en la obra de Secaira, esa es la paradoja que contiene su poética; hacer de la poesía una terapia que proporcione algo de alivio, a sabiendas de que el verso será bello gracias a la enfermedad, y que el alivio es la satisfacción que le da al artesano, esa original forma de ordenar las palabras. La obra así, dimensiona el diario de guerra que se libra en el cuerpo y en el alma de los seres amados, mientras el dolor rodea o sitia, y en la mano que tiembla, está el estremecimiento del universo, la exhalación de antiguos dioses, luego de la oración o los sacrificios que hicieron sus creyentes, en su nombre. El poeta es un fanático de la belleza, y en lo que escribe oscila el temblor de lo que no logra expresarse en la escritura o en la imagen.

Leer a Secaira exige del lector complicidad porque el recorrido no será sencillo; de celebraciones, hospitales y tratamientos, al esparcimiento de la enfermedad por todo el cuerpo de una manera paulatina, como si hubiese detectado la vitalidad de lo humano, como si la enfermedad deletreara la poesía del aire sano y se alimentara con ella; es cuestión de tiempo para que el lector comprenda que la escritura del poema en el que posa sus ojos, no ha sido fácil, ha costado trabajo la escritura:

 

Un gesto inmóvil también es posible y ya ni siquiera

enojarse o llorar o maldecir o el surgir de un himno triste en la caída

 

nunca se conoce en lo que se convierte el dolor

 

enfermo y sano propongo que juguemos con arcilla

mientras sano

enfermo

danza irreconciliable en inverso reino

el resultado qué decreta.

 

(Secaira Velástegui, 2017, p. 18)

 

El poeta está en una orilla del río viendo la otra orilla. El poeta está en el campo de batalla de su cuerpo a merced de la enfermedad que destruye su reino, resistiendo, enviando mensajes con el humo, o con cuervos o palomas. Al igual que lo que pasa en el planeta, son pocos los que siguen el testimonio de la guerra. Ha hecho el poeta, de su corazón, una trinchera; allí llegan soldados esquivando balas, para escuchar historias que Juan Secaira cuenta; les comparte trago, les da ánimos; es feliz mientras el tiempo llega. Vivir y crear son dos aspectos importantes de la misma batalla: “Los doctores advierten que se debe cuidar el corazón/ parecen un tratado de filosofía esas palabras” (p. 19); como el pez, el poeta quiere vivir desde otras formas, al filo, abismado en la palpitación abisal de la enfermedad invasora; así llega el poema, la línea que reconforta: “alterar la suerte para que caiga en pares/ escribir poesía/ bajo unas manos/ muertas” (p. 20), porque la poesía es “una fe ciega/ que por momentos/ ve” (p. 27).

Guerrea el poeta, como un peleador callejero o como un boxeador molido y sostenido solo por la voluntad, por la parte inquebrantable de la que hablaba Kafka (2018, pp. 24 y 25) y que subyace en su escritura, dejando huellas, avisos para quien decida entrar en la obra en la que cada golpe “duele el doble” (p. 23), y en la que el lector tiene que aprender que “las cosas nacen cuando se las echa de menos” (p. 23).

Miyer Pineda y Juan Secaira

Los poemas duelen porque se alcanza a sentir que el tiempo pesa y cruza como si el ser fuera la columna vertebral de esa aniquilación sosegada. La poesía intentando explicar el dolor, y el dolor privando a la poesía y enfermando a las palabras, inmunes como la belleza; el mundo gira al margen de la escritura, y lo humano es una página que el viento pasa:

 

Heridas que sostienen a la belleza

sin más memoria que historias que le cuento

a mi hijo mientras él

me envuelve en la ironía de una preocupación

 

sonreímos pues sostengo mi brazo enfermo

para que salga bien

en la fotografía

 

(Secaira Velástegui, 2017, p. 26)

 

            Con las manos enfermas, Secaira da la pelea, la poesía lo levanta, los trazos de la memoria que resguarda la isla en que comienza a convertirse; en sus palabras, la mirada de Ariadna: “enfermedad/ escaso hilo que se va” (p. 29). El problema son las manos; con el tiempo comenzará a dictar, a grabar su voz para proteger la imagen: “La zurda se desenvuelve con alguna gracia” (p. 30) y “ese corte es poesía” (p. 30); la sangre brota pero se está vivo, la poesía misma cauteriza, con fineza traza la sutura, mientras el otro, el doble, el enfermo, la mitad del reino conquistado, cede, mira desde la otra orilla a Secaira que mira desde la otra orilla a Secaira mientras la guerra y la vida siguen, porque “queda la esperanza de un final” (p. 31), de llegar al final del laberinto, a sus confines. El poeta escribe, respira, se da cuenta de que todos los fantasmas que lo habitan aman a Tatiana “en lo cierto y en lo incierto” (p. 34); la poesía en Tatiana es un oasis; la familia es un oasis:

 

cinco pelotas hemos pateado con mi hijo a las casas vecinas

habitadas por el abandono

hemos recuperado tres

 

(Secaira Velástegui, 2017, pp. 40 y 41)

           

            En el libro, el poeta nos invita a sentarnos en la sala de su casa, o en el comedor, o en la entrada para ver pasar la gente; y se destapan unas cervezas y se habla de fútbol y de poesía y de la colombianización del Ecuador; del impacto del narcotráfico en todos los niveles. También hablamos de la poeta oriental; de los trajes y la seda; de los ojos que podrían provocarlo todo. Y las hijas y el hijo del poeta cruzan; les daría malos consejos y los reprenderían en las aulas; pero ya el padre sabe que la escuela también puede ser una prisión, y ya les ha enseñado a las niñas que “sutil es el encanto de lo que no se ve” (p. 43), ya le ha enseñado al hijo que “un hombre es lo que hace con sus soledades/ en el entronque de los cuerpos” (p. 45). Conocería a sus hijos y me contaría su rutina cuando pinta; hablaríamos de Egon Schiele, de Eric Clapton, de la Bonett, de Chirinos y de sus artistas ecuatorianos favoritos; me presentaría a sus amigos y amigas (los que queden), o quizás, iríamos por una pizza. Hablaríamos de la poesía ecutoriana, de los grupos literarios, de los chismes de la fauna literaria local; les contaría la historia de la dosis mínima con la esperanza de poder sentarnos a fumar. Preguntaría por el calendario al revés y por los mapas tatuados en sus brazos. Exigiría una explicación sobre la enfermedad como acertijo (p. 53) y su relación con la pintura. Le pediría que leyera algunos de sus poemas: “ayer en terapia contaron que muchos pacientes debido/ al dolor piden desesperadamente ser amputados// aunque no puedas moverte/ los días están ahí para maldecirlos o quererlos” (pp. 57 y 58). Y la poesía ahí, cauterizando.

            Aunque la obra del poeta es toda una reflexión sobre las posibilidaes de la escritura, el poema Resistir (p. 61) acerca al lector a una arte poética en el hilo de sus versos:

 

no me asustan las manos sino los cantos que en ella anidan

la única invalidez prohibida es la incapacidad de amar lo destruido

o destruir lo amado

 

rendirse sería iniciar la aventura donde se rompe el cuerpo

 

ante los ojos de algunas personas se quiebra

más que nada la fe

que a uno se le otorgue

la propiedad del dolor o su neurosis

 

(Secaira Velástegui, 2017, pp. 61 y 62)

           

            Las enumeraciones hacen del poeta un griego, un presocrático, un sabio. La enfermedad en las manos y, a través de ella, los cantos que hechizan al lector ya acostumbrado a rastrear las máximas o las síntesis del proceso creativo. La única invalidez es la de negarse a amar y destruir. Al recorrer el mundo del libro, atendiendo a lo que sabemos del poeta, se acerca un poco la tristeza, porque se alcanza a vislumbrar el sentido de la obra, la mitad opuesta, en cierto nivel, ya deja de ser el desdoblamiento entre el sano y el enfermo, y la oscilación del pensamiento, entre esas dos formas del ser; se trata del abordaje del símbolo desde el paulatino alejamiento de la raíz que sostiene al sujeto que respira, aquí y ahora, en el tiempo; la familia habrá de irse, alejarse, agotarse, trasladarse a mundos paralelos, en donde ya no puede comprenderse el poder de la enfermedad en el mundo de los huesos y los músculos; ellos, tarde o temprano, estarán “cerca/ de la mitad opuesta” (p. 63), del lado de los sanos; el poeta ya está ejerciendo la ciudadanía que otorga la enfermedad, al decir de Susan Sontag (1977), dos formas de habitar y de habitarse.

El poema Roce es una de las partes del testamento de Secaira. La mano izquierda se sostiene y prolonga al canto mientras que la derecha tiene su propio Dios, y, por tanto, es “insesible a cualquier demostración sensorial” (p. 64); en ese vaivén, en el que está el pensamiento, al advertir lo que sucede, el poeta piensa en la partida y en la muerte; pero no se trata de victimizarse o de buscar cómplices; se trata de levantar el rostro con dignidad y ridiculizar los pasos del destino que se vive:

 

           

que toda enfermedad culmina

en el momento de nombrarla

es otro de los discursos de doctores terapeutas y chamanes    

 

(Secaira Velástegui, 2017, p. 64)

 

            El asunto de las manos podría interpretarse, incluso, como problema político, sabiendo que lo que yace en el fondo, es la consideración del cuerpo como territorio en disputa, y, entonces, la poética sobrevuela terrenos ontológicos, haciendo de la palabra, herramienta de confrontación con los límites que se le imponen al sujeto inmovilizado, lentamente, piedra a piedra. Podría plantearse el final del poema como un argumento que sostiene lo anterior, “su lenta finitud” (p. 65), porque vivir es apenas un roce, y, la enfermedad, es una de las formas que solo sirve para enriquecer farmaceúticas, dar empleos y crear discursos e ideologías que opaquen el instinto del grito, del silencio, de la no-resignación: “no tirar la toalla/ recogerla mientras las manos parten” (p. 67). Ese verso señala el contraste y el estado de ánimo en el que oscila, no solo el poeta, sino el enfermo, cuando es lúcido. No creer en Dios pero creer en Dios para poderlo maldecir, cuestionar, asombrarse en el sendero que ha tomado la obra que se crea, bajo la sombra de los síntomas; desde esta perspectiva, ¿no será la escritura, otro de los síntomas?

 

Me he quedado zurdo

de buenas a primeras

sin las tres campanadas de aviso

en el esplendoroso teatro

de la vida

 

si te aburre leer esto

imagínate vivirlo cada día

sin embargo jamás despedirse

ni atreverse

a boicotear

la partida

 

(Secaira Velástegui, 2017, p. 68)

 

Es necesario establecer una relación entre la escritura del poeta en su cuenta de Facebook y los poemas de sus libros; esto puede sonar absurdo porque una red social sin lucidez, no es más que una cloaca; sin embargo, los contactos del poeta comprenderán el planteamiento, porque se trata de una escritura cuidada, rigurosa, amena, dura; golpea; enseña que solo es posible leer para adentro, en secreto, reconociendo la finitud de los gestos, a medio camino de la nada, mientras se es todo, porque estamos sanos aunque se nos despoje de nosotros mismos, y solo quede una hendija por la que se cuela el rastro de luz que nos nombra: “a veces estoy más ido/ tal vez sea la enfermedad/ la medicina/ la poesía/ o las tres” (p. 70). Con Watanabe se comprende que escribir es un ejercicio terapéutico, las palabras son un testimonio de la batalla que se libra para recuperar la salud ( 2021, pp. 24 y 25), con Secaira, se trata de asumir lo que resta con la fortaleza del guerrero, de excavar en el interior una trinchera para continuar la lucha contra las palabras:

 

algo querrá decir esta tenue desobediencia

a los dictámenes

este ahínco por no buscar paz

 

luces encendidas

cada mañana

contra el fondo fantasmal

de uno mismo

 

(Secaira Velástegui, 2017, p. 72)

 

Los últimos cuatro versos del poema son la síntesis del proceso creativo: luces encendidas/

cada mañana/ contra el fondo fantasmal/ de uno mismo”; mientras en América Latina pareciera imponerse la poesía como stand up comedy o como absurda busqueda del artilugio, la poesía de Juan Secaira es genuina, el testimonio de una guerra que se libra en su cuerpo: “¡cuántos inicios tiene una enfermedad!/¡cuántas incógnitas!// ¡cuántos finales tiene una enfermedad!/ ¡cuántas respuestas!” (pp. 73 y 74); poemas sin arandelas, sobrios, conformando una poética del testimonio, del presidio, “acabaste por amar/ también/ la mutación en que me he convertido”… “no habrá mejor despedida/ que ver el cuerpo caer/ en la cercanía/ de tus manos” (pp. 74 y 76); es una poesía amorosa a la que el lector puede aferrarse; habría que entrevistar a Tatiana (en este momento el poeta está en Guayaquil, ¿en dónde estará Tatiana?) porque la obra atraviesa con la fuerza del amor, y hace parte de la mitad opuesta, aunque, como el cuerpo, también tenga “fechas de vencimiento” (p. 78).

Para Watanabe, el hospital es una metáfora del útero materno, por el cuidado (2021, p. 24); Secaira, por su parte, agrega, “el tratamiento también cuesta/(cien dólares en este momento dice la encargada/ del consultorio)// escribir enfermedad para descubrir sanaciones” (pp. 78 y 79). Son tantas las oscilaciones emocionales en los poemas del libro, que es necesario alejarse y leerlo poco a poco. Entonces se hace posible rozar la tristeza, cierta nostalgia ante el desamparo del cuerpo; ese es precisamente el poder de su poética, contagia niveles de angustia que golpean al lector hasta conmoverlo y transformarlo; al final se ve con otros ojos el presente:

 

despertar en una esquina del barrio

ayer perdí mi maleta

con libros adentro (ese cuerpo ya no siente dice

la doctora)

 

la vida comienza en un coro

termina donde la luna da al mar

 

(Secaira Velástegui, 2017, p. 80)

 

a la una de la mañana dejo de leer y me acerco

a la ventana

paso de lado ante el espejo

 

en la madrugada la metáfora es cruel

 

(Secaira Velástegui, 2017, p. 81)

   

Desde la orilla de Secaira, la llama es capaz de congelar un bosque (p.83); el mundo se mira en el espejo, se invierte en otro orden “sin precipitarse” (p. 83). Su palabra dialoga también con Oliver Sacks como si estuviera presente cuando el poeta escribe su nombre en la niebla que se pega al cristal de la ventana. Sacks recuerda que la enfermedad empuja la escritura:

 

“Y en estos últimos escritos, que datan de cuando estaba mortalmente enfermo (y lo sabía), aporta fuerza, claridad, ingenio, urgencia, intensidad de sentimiento por los poderes metafóricos y poéticos de la enfermedad… se aprecia cómo empuña la pluma con una potencia sin precedentes, resuelto a desafiar su enfermedad, entrar en las fauces de la muerte y lo hace pleno de vida, pluma en mano, reportero, analista hasta el final. Va con la pluma casi hasta las tinieblas” (Sacks Oliver, 2013)

 

 Sacks habla de Anatole Broyard, quien auscultó los recintos de la enfermedad y de la muerte; primero al ver los padecimientos de su padre provocados por el cáncer, y luego, al soportarlos él mismo. Ambos vieron en la escritura una reacción natural, un síntoma comprensible de la enfermedad y del dolor. Harold Bloom, catador riguroso, recuerda que una de las funciones de la poesía es ayudarnos a soportar la mortalidad, y agrega: “En momentos de peligro y grave enfermedad he recurrido al intenso consuelo de recitarme poemas a mí mismo, ya sea en voz alta o en silencio” (2015, p. 11). Secaira arroja al mundo, sin piedad, su palabra; es la poesía quien le permite mover la mano inmóvil, prohibir la enfermedad y sentirse bien aunque el diagnóstico sea negativo y se suponga que se debe asumir ya el papel de moribundo: “vivir para la osada frustración/ no importa/ queda/ la poesía” (Secaira, 2017, p. 84); y si ella traza el camino y los gestos, la dicha se mantiene en medio del grito; Kafka lo sabía bien; en la mitad del abismo del espíritu de la poesía, está lo inquebrantable dialogando con lo que quede del poeta enfermo; por esta razón, otro rasgo del tratamiento es hacer ver las cosas como si Modigliani hubiera tejido los ojos en los rostros, “en otra dimensión se siente/ hasta lo que no existe” (p. 85), “mutar en otros sentidos/ sin perder lo que jamás se vio” (p. 87); esas son las lecciones de Juan Secaira, mientras bucea en otros sentidos, mientras muta y se despide recordándole al lector de su obra que el mal comenzó en el 2010, y que “la existencia misma se divide en múltiples pérdidas// mitades para todos los disgustos/ degenerativa forma que daña en las partes/ el todo que creímos ser” (p. 91).

No se puede terminar esta visita al Museo Secaira, sin contar que Sacks (Marshall, 1990), al final del recorrido, evoca a la pantera de Rilke[5]. Quizás, confrontar la enfermedad desde la poesía, permite contemplar la mutación del poeta en pantera; quizás Secaira refuta a Rilke, quizás los poemas que escribe el poeta, y que se nutren en las calles y hospitales de Quito (esa otra jaula), son evidencia, no sólo de la mutación que experimenta el poeta enfermo, sino de la esperanza que reguarda el temblor del lector, quien al ver pasar la vida, -consciente al fin de ese río que se desvanece en un tiempo infinito-, se propone batallar para acercarse al sentido de lo que podría significar ser, o estar a merced de una jaula, despojando de su ser a una pantera, y dejando tan sólo a un ser humano, solitario y desválido, capaz ya, únicamente, de respirar mientras roza la belleza.

 

Referencias

Blanchot, M. (2018). De kafka a Kafka. México: FCE.

Bloom, H. (2015). Poemas y poetas. El canón de la poesía. Madrid: Páginas de espuma.

Bolaño, R. (2010). Literatura + Enfermedad = Enfermedad. En R. Bolaño, El gaucho insufrible (pág. pp. 135 a 158). Barcelona: Anagrama.

Hoffman, W. (2014). Los aforismos de Kafka. México: FCE.

Marshall, P. (Dirección). (1990). Despertares [Película].

Ortega Caicedo, A. (2017). un costado se toma el cuerpo: dividido en dos como uno. En J. Secaira Velástegui, La mitad opuesta (págs. 5-11). Quito: Libros Editores.

Pineda, M. (Enero- junio de 2021). Cuadernos de Literatura del Caribe e Hispanoamericana, (33). Obtenido de Cuadernos de Literatura del Caribe e Hispanoamericana, (33): http://investigaciones.uniatlantico.edu.co/revistas/index.php/cuadernos_literatura/article/view/3269/4044

Sacks Oliver. (2013). Prólogo. Obtenido de https://blogs.elpais.com/: https://blogs.elpais.com/papeles-perdidos/2013/04/mirar-el-cancer-de-frente-y-escribir-de-el.html

Secaira Velástegui, J. (2015). Ribera de cristal. Tampa: Ediciones de pandora.

Secaira Velástegui, J. (2017). La mitad opuesta. Quito: Libros editores.

Secaira Velástegui, J. (12 de 01 de 2023). https://www.facebook.com/juansv1. Obtenido de https://www.facebook.com/juansv1: https://www.facebook.com/juansv1

Sontag, S. (1977). La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. epulibre.

 

 



[1] Doctor en Lenguaje y Cultura de la UPTC. Magister en Historia y Licenciado en Ciencias Sociales de la UPTC. Integrante de la Corporación Literaria Si Mañana Despierto. Ganador del Premio Internacional de Poesía en Paralelo Cero 2022. Lidera el proyecto Mnemosine y es profesor en la IE QUEBEC- Duitama. mnemosinequebec@gmail.com

 

[2] Juan Secaira Velástegui (Quito, Ecuador, 1971). Premio Nacional de Poesía en Paralelo Cero 2023. Licenciado en Comunicación y Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Su obra poética ha sido traducida a varios idiomas y ha recibido reconocimientos en el Ecuador y en el extranjero. Ha publicado el libro de ensayo Obsesiones urbanas (2007), y los libros de poesía: Construcción del vacío (2009); No es dicha (2012), Premio Nacional de Poesía Jorge Carrera Andrade. Sujeto de ida (2014). Ribera de cristal (2015). La mitad opuesta (2017), entre otros. Ha sido uno de los ganadores de los concursos nacionales de cuento (2008 y 2010) y de poesía (2009 y 2011), organizados por El Retorno. Forma parte de antologías nacionales e internacionales. Las más recientes son la antología Voces del Café, publicada por Nueva York Poetry Press, 2018; y la Antología de poesía iberoamericana actual, publicada en España en el mismo año. También dibuja y pinta, con su mano menos hábil, pues, debido a una enfermedad, dejó de ser diestro para aprender a utilizar la mano izquierda. En el 2019 presentó sus dibujos en la muestra colectiva El arte es dicha. En el 2021, un conjunto de sus pinturas y de su poesía fue publicado en la revista Elipsis. El artículo crítico sobre su obra, titulado: «El puzzle cromático de la esperanza o Juan Secaira Velástegui», se publicó en Liberatorio, de Colombia, en 2022.

[3] “Amanece lentamente, el cuerpo pacta con las horas” (10 octubre 2021). “Días sin dormir, dejando que fluya la constante destrucción, sentir el frío que no es del clima, saturarse, buscar una salida o una entrada. Terminar de leer un libro, dar una pincelada como por accidente, tomar el lápiz, irse con el color en el agua, atosiga la circunstancia, no pedir clemencia; cortar en la aridez la flor más preciosa, caer en el ruido silente de las madrugadas sin levantarse, levantándose. Que nada surta efecto. Que nada” (12 enero 2023). Textos tomados del muro de Facebook de Juan Secaira Velástegui (Secaira Velástegui, https://www.facebook.com/juansv1, 2023)

[4] “He tenido varias pesadillas en estas últimas semanas, que me han despertado como quebrándome un hueso, sin aliento y con la respiración en un acordeón rompiendo el aire con dificultad, fundiendo la realidad con el sueño, intercambiándolas.

Y el vértigo ha sido más que una película, un desorden: tantear el aire con signos de premura, de indagación no prometida.

Los pronunciados latidos se encuentran, no huyen, se manifiestan.

Tendido en cama por varias horas, un día entero, pienso en quienes no comprenden la enfermedad, en los que elucubran de todos, por todo, sin saber. No los considero ni siquiera humanos.

Y tengo presente, como antídoto, como brazalete y bandera, las palabras de mi doctora: “Estaré contigo hasta el final”. En otro contexto, podría ser incluso cursi, pero la frase guarda muchísimo dentro si se la encuadra en la íntima vivencia diaria.

La cotidianidad es un espiral. Lombrices pretendiendo un camino entre sí, empuñando el arrebato por sobre la inmovilidad” (Fragmento). (Secaira Velástegui, https://www.facebook.com/juansv1, 2023)

 

[5] Poeta que sabía también sobre el abordaje de la enfermedad desde la poesía, al filo del abismo. Ver (Pineda, 2021)


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