LA TRAVESÍA DE WIKDI. Por Alberto Salcedo Ramos
El Maestro Alberto Salcedo Ramos con Wikdi en su travesía para ir al colegio Imagen compartida por el Maestro Alberto Salcedo Ramos |
Si hay un escritor que emociona en este país tan infame, es Alberto Salcedo Ramos. No solo porque le han reconocido su trabajo con numerosos premios a nivel nacional e internacional, sino porque leerlo y escucharlo es un deleite.
Lo primero que leí de él fue una crónica sobre la masacre de El Salado, El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas... Es una crónica que utilizo en mis clases porque es una entrada aparentemente amigable con los foráneos, los indiferentes o aquellos afortunados que solo han visto la guerra por televisión. La he leído tantas veces que hay partes de ese texto, ciertas líneas, que a veces se salen de esa crónica y se filtran en las conversaciones o en las explicaciones que doy, porque se internaron de tal manera esas palabras, en eso que somos, que surgen como máximas en otros contextos. ¿A cuántos escritores les sucede eso? Que parte de su obra se inserte en los discursos de sus lectores hasta que les ayuden a explicar sus propios mundos, debe ser al menos un motivo de satisfacción con el trabajo de lector (e imagino que el autor ya estrá acostumbrado). Luego leí La travesía de Wikdi y ya... a comprar sus libros, recomendables y para leer de rodillas. En esta oportunidad compartimos, con su venia, esa crónica... porque cada vez que se diluye en la rutina el sentido de la educación, esta pieza magistral revitaliza el reencuentro con el aula, aunque el aula esté inserta en ese quiste que es la Escuela colombiana, por lo general, tan llena de espejismos y tan carente de ética...
El maestro Alberto Salcedo Ramos nos ha dado permiso de publicar la crónica y ha aceptado nuestra solicitud de compartir algunas imágenes inéditas para acompañar el texto... Le agradecemos desde el Jaime Garzón Quebec, esa deferencia; y pásenle no más, y déjense contagiar por la belleza y sus nostalgias... y, con ustedes, La Travesía de Wikdi.
MFP
LA
TRAVESÍA DE WIKDI
Por
Alberto Salcedo Ramos
Wikdi con el Maestro Alberto caminando por la trocha. Imagen compartida por el Maestro Alberto Salcedo Ramos |
En la áspera trocha de ocho kilómetros que separa a Wikdi de su escuela se han desnucado decenas de burros. Allí, además, los paramilitares han torturado y asesinado a muchas personas. Sin embargo, Wikdi no se detiene a pensar en lo peligroso que es esa senda atestada de piedras, barro seco y maleza. Si lo hiciera, se moriría de susto y no podría estudiar. En la caminata de ida y vuelta entre su rancho, localizado en el resguardo indígena de Arquía, y su colegio, ubicado en el municipio de Unguía, emplea cinco horas diarias. Así que siempre afronta la travesía con el mismo aspecto tranquilo que ahora exhibe, mientras cierra la corredera de su morral.
Son las 4:35 de la mañana. En
enero la temperatura suele ser de extremos en esta zona del Darién chocoano:
ardiente durante el día y helada durante la madrugada. Wikdi —trece años,
cuerpo menudo— tirita de frío. Hace un instante le dijo a Prisciliano, su
padre, que prefiere bañarse de noche. En este momento ambos especulan
sobre lo helado que debe de haber amanecido el río Arquía.
—Menos mal que nos bañamos anoche—
dice el padre.
—Esta noche volvemos al río— contesta
el hijo.
Diagonal adonde ellos se encuentran,
un perro se acerca al fogón de leña emplazado en el suelo de
tierra. Arquea el lomo contra uno de los ladrillos del brasero, y allí
queda recostado absorbiendo el calor. Prisciliano le preguntó a su hijo si
guardó el cuaderno de geografía en el morral. El niño asiente con la
cabeza, dice que ya se sabe de memoria la ubicación de América. El padre
mira su reloj y se dirige a mí.
—Cinco menos veinte —dados—.
Luego agrega que Wikdi ya debería ir
andando hacia el colegio. Lo que pasa, explica, es que en esta época
clarea casi a las seis de la mañana ya él no le gusta que el muchachito
transite por ese camino tan anochecido. Hace unos minutos, cuando él y yo
éramos los únicos ocupantes despiertos del rancho, Prisciliano me contó que el
nacimiento de Wikdi, el mayor de sus cinco hijos, sucedió en una madrugada tan
oscura como esta. Fue el 13 de mayo de 1998. A Ana Cecilia, su mujer, le
sobrevinieron los dolores de parto un poco antes de las tres de la mañana. Así
que él, fiel a un antiguo precepto de su etnia, corrió a avisarles a los padres
de ambos. Los cuatro abuelos se plantaron alrededor de la cama, cada uno
con un candil encendido entre las manos. Entonces fue como si de repente
todos los kunas mayores, muertos o vivos, conocidos o desconocidos, se
convirtieron la noche en día solo para despejarle el horizonte al nuevo miembro
de la familia. Por eso Prisciliano cree que a los seres de su raza siempre
los reciben la aurora, así el mundo se encuentra sumergido en las tinieblas. Eso
sí –concluye con aire reflexivo–: aunque lleven la claridad por dentro
arriesgan demasiado cuando se internan por la trocha de Arquía en medio de
tamaña negra.
Prisciliano —treinta y ocho años,
cuerpo menudo— espera que el sacrificio que está haciendo su hijo valga la
pena. Él cree que en la Institución Educativa Agrícola de Unguía el niño
desarrollará habilidades prácticas muy útiles para su comunidad, como aplicar
vacunas veterinarias o manejar fertilizantes. Además, al culminar el
bachillerato en ese colegio de “libres” seguramente hablará mejor el idioma
español. Para los indígenas kunas, “libres” son todas aquellas personas
que no pertenecen a su etnia.
—El colegio está lejos —dice— pero no
hay ninguno cerca. El que tenemos aquí en el resguardo solo llega hasta
quinto grado, y Wikdi ya está en séptimo.
—La única opción es cursar el
bachillerato en Unguía.
—Así es. Ahí me gradué yo
también.
Prisciliano advierte que con el favor
de Papatumadi —es decir, Dios— Wikdi estudiará para convertirse en
profesor una vez termine su ciclo de secundaria.
—Nunca le insinuó que elija esa
opción —aclara—. Él vio el ejemplo en casa porque yo soy profesor de la
escuela de Arquía.
¿Podrá Wikdi abrirse paso en la vida
con los conocimientos que adquiera en el colegio de los “libres”? Es algo
que está por verso, responde Prisciliano. Quizá se enriquecerá al asimilar
ciertos códigos del mundo ilustrado, ese mundo que se encuentra más allá de la
selva y el mar que aíslan a sus hermanos. Se acercará a la nación blanca
ya la nación negra. De ese modo contribuirá a ensanchar los confines de su
propia comarca. Se documentará sobre la historia de Colombia, y así podrá,
al menos, averiguar en qué momento se obstruyeron los caminos que vinculaban a
los kunas con el resto del país. Estudiará el Álgebra de Baldor, se
aprenderá los nombres de algunas penínsulas, o mencionará a Don Quijote de la
Mancha. Después, transformado ya en profesor, les transmitirá sus
conocimientos a las generaciones futuras. Entonces sera como si otra vez,
—Las cinco y todavía oscuro —dice
ahora Prisciliano.
Anabelkis, su cuñada, ya está
despierta: hierve café en el mismo fogón en el que hace un momento tomaba calor
el perro. Su marido intenta tranquilizar al bebé recién nacido de ambos,
que llora a moco tendido. Nadie más falta por levantarse, pues Ana Cecilia
y los otros hijos de Prisciliano durmieron anoche en Turbo, Antioquia. En
la radio suena una canción conocida de especho interpretada por Darío Gómez.
Ya lo ves me tiré el matrimonio
y ya te la jugué de verdad
fuiste mala, ay, demasiado mala
pero en esta vida todo hay que aguantar
El fogón es ahora una hoguera que
esparce su resplandor por todo el recinto. Cantan los gallos, rebuznan los
burros. En el rancho ha empezado a bullir la nueva jornada. Más allá siguen
reinando las tinieblas. Pareciera que en ninguna de las 61casas restantes del
cabildo se hubiera encendido un solo candil. Eso sí: cualquiera que haya nacido
aquí sabe que, a esta hora, la mayoría de los 582 habitantes de la comarca ya
está en pie.
Wikdi le dice hasta luego a
Prisciliano en su lengua nativa (“¡kusalmalo!”), y comienza a caminar a través
del pasillo que le van abriendo los cuatro perros de la familia.
***
Hemos caminado por entre un riachuelo
como de treinta centímetros de profundidad. Hemos atravesado un puente roto
sobre una quebrada sin agua. Hemos escalado una pendiente cuyas rocas enormes
casi no dejan espacio para introducir el pie. Hemos cruzado un trecho de barro
revestido de huellas endurecidas: pezuñas, garras, pisadas humanas. Hemos
bajado por una cuesta invadida de guijarros filosos que parecen a punto de
desfondarnos las botas. Ahora nos aprestamos a vadear una cañada repleta de
peñascos resbaladizos. Un vistazo a la izquierda, otro a la derecha. Ni modo,
toca pisar encima de estas piedras recubiertas de cieno. Me asalta una idea
pavorosa: aquí es fácil caer y romperse la columna. A Wikdi, es evidente, no lo
atormentan estos recelos de nosotros los “libres”: zambulle las manos en el
agua, se remoja los brazos y el rostro.
El fotógrafo que acompañó al equipo de trabajo envió las fotografías al Maestro Alberto Salcedo Ramos quien amablemente las compartió con nosotros. |
Hace hora y media salimos de Arquía.
La temperatura ha subido, calculo, a unos 38 grados centígrados. Todavía nos
falta una hora de viaje para llegar al colegio, y luego Wikdi deberá hacer el
recorrido inverso hasta su rancho. Cinco horas diarias de travesía: se dice muy
fácil, pero créanme: hay que vivir la experiencia en carne propia para entender
de qué les estoy hablando. En esta trocha —me contó Jáider Durán, exfuncionario
del municipio de Unguía— los caballos se hunden hasta la barriga y hay que desenterrarlos
halándolos con sogas. Algunos se estropean, otros mueren. Unos zapatos
primorosos de esos que usa cierta gente en la ciudad —unos Converse, por
ejemplo— ya se me habrían desbaratado. Aquí los pedruscos afilados taladran la
suela. El caminante siente las punzadas en las plantas de los pies aunque calce
botas pantaneras como las que tengo en este momento.
—¡Qué sed! —le digo a Wikdi.
—¿Usted no trajo agua?
—No
—Apenas nos faltan tres puentes para
llegar al pueblo.
Agradezco en silencio que Wikdi tenga
la cortesía de intentar consolarme. Entonces él, tras esbozar una sonrisa
candorosa, corrige la información que acaba de suministrarme.
—No, mentiras: faltan son cuatro
puentes.
En la gran urbe en la que habito
mencionar a un niño indígena que gasta cinco horas diarias caminando para poder
asistir a la escuela, es referirse al protagonista de un episodio bucólico.
¡Qué quijotada, por Dios, qué historias tan románticas las que florecen en
nuestro país! Pero acá, en el barro de la realidad, al sentir los rigores de la
travesía, al observar las carencias de los personajes implicados, uno entiende
que no se encuentra frente a una anécdota sino frente a un drama. Visto desde
lejos, un camino de herradura en el Chocó o en cualquier otro lugar de la
periferia colombiana, es mero paisaje. Visto desde cerca es símbolo de
discriminación. Además se transforma en pesadilla. Cuando la trocha se sale de
la foto de Google y aparece debajo de uno, es un monstruo que hiere los pies.
Produce quemazón entre los dedos, acalambra los músculos gemelos. Extenúa,
asfixia, maltrata. Sin embargo, Wikdi luce fresco. Tiene la piel cubierta de
arena pero se ve entero. Le pregunto si está cansado.
—No.
—¿Tienes sed?
—Tampoco.
Wikdi calla, y así, en silencio, se
adelanta un par de metros. Luego, sin mirarme, dice que lo que tiene es hambre
porque hoy se vino sin desayunar.
—¿Cuántas veces vas a clases sin
desayunar?
—Yo voy sin desayunar pero en el colegio
dan un refrigerio.
—Entonces comes cuando llegues.
—El año pasado era que daban
refrigerio. Este año no dan nada.
Captada en su propio ambiente, digo,
la historia que estoy contando suscita tanta admiración como tristeza. Y susto:
aquí los paramilitares han matado a muchísimas personas. Hubo un tiempo en el
que adentrarse en estos parajes equivalía a firmar anticipadamente el acta de
defunción. El camino quedó abandonado y fue arrasado por la maleza en varios
tramos. Todavía hoy existen partes cerradas. Así que nos ha tocado desviarnos y
avanzar, sin permiso de nadie, por el interior de algunas fincas paralelas. Doy
un vistazo panorámico, tanteo la magnitud de nuestra soledad. En este instante
no hay en el mundo un blanco más fácil que nosotros. Si nos saliera al paso un
paramilitar dispuesto a exterminarnos, lo conseguiría sin necesidad de
despeinarse. Sobrevivir en la trocha de Arquía, después de todo, es un simple
acto de fe. Y por eso, supongo, Wikdi permanece a salvo al final de cada
caminata: él nunca teme lo peor.
—Faltan dos puentes —dice.
Solo una vez se ha sentido en riesgo.
Caminaba distraído por un atajo cuando divisó, de improviso, una culebra que
iba arrastrándose muy cerca a él. Se asustó, pensó en devolverse. También
estuvo a punto de saltar por encima del animal. Al final no hizo ni lo uno ni
lo otro, sino que se quedó inmóvil viendo cómo la serpiente se alejaba.
—¿Por qué te quedaste quieto cuando
viste la culebra?
—Me quedé así.
—Sí, pero ¿por qué?
—Yo me quedé quieto y la culebra se fue.
—¿Tú sabes por qué se fue la culebra?
—Porque yo me quedé quieto.
—¿Y cómo supiste que si te quedabas
quieto la culebra se iría?
—No sé.
—¿Tu papá te enseñó eso?
—No.
Deduzco que Wikdi, fiel a su casta,
vive en armonía con el universo que le correspondió. Él, por ejemplo, marcha
sin balancear los brazos hacia atrás y hacia adelante, como hacemos nosotros,
los “libres”. Al llevar los brazos pegados al cuerpo evita gastar más energías
de las necesarias. Deduzco también que tanto Wikdi como los demás integrantes
de su comunidad son capaces de mantenerse firmes porque ven más allá de donde
termina el horizonte. Si se sentaran bajo la copa de un árbol a dolerse del
camino, si solo tuvieran en cuenta la aspereza de la travesía y sus peligros,
no llegarían a ninguna parte.
—¿Tú por qué estás estudiando?
—Porque quiero ser profesor.
—¿Profesor de qué?
—De inglés y de matemáticas.
—¿Y eso para qué?
—Para que mis alumnos aprendan.
—¿Quiénes van a ser tus alumnos?
—Los niños de Arquía.
Deduzco, además, que para hacer
camino al andar como proponía el poeta Antonio Machado, conviene tener una
feliz dosis de ignorancia. Que es justamente lo que sucede con Wikdi. Él
desconoce las amenazas que representan los paramilitares, y no se plantea la
posibilidad de convertirse, al final de tanto esfuerzo, en una de las víctimas
del desempleo que afecta a su departamento. En el Chocó, según un informe de
las Naciones Unidas que será publicado a finales de este mes, el 54 por ciento
de los habitantes sobrevive gracias a una ocupación informal. Allí, en el año
2002, el 20 por ciento de la población devengaba menos de dos dólares diarios.
En esta misma región donde nos encontramos, a propósito, se presentó en 2007
una emergencia por desnutrición infantil que ocasionó la muerte de doce niños.
Wikdi, insisto, no se detiene a pensar en tales problemas. Y en eso radica
parte de la fuerza con la que sus pies talla 35 devoran el mundo.
—Ese es el último puente —dice,
mientras me dirige una mirada astuta.
—¿El que está sobre el río Unguía?
—Sí, ese. Ahí mismito está el pueblo.
***
La Revista Soho llevó a Wikdi a Bogotá para que se reencontrara con Alberto Salcedo Ramos dos años después de su primer encuentro. Imagen compartida por el Maestro Alberto Salcedo Ramos. |
La Institución Educativa Agrícola de
Unguía, fundada en 1961, ha forjado ebanistas, costureras, micro-empresarios
avícolas. Pero hoy el taller de carpintería se encuentra cerrado, no hay ni una
sola máquina de modistería y tampoco sobrevive ningún pollo de engorde.
Supuestamente, aquí enseñan a criar conejos; sin embargo, la última vez que los
estudiantes vieron un conejo fue hace ocho años. Tampoco quedan cuyes ni patos.
En los 18 salones de clases abundan las sillas inservibles: están desfondadas,
o cojas, o sin brazos. La sección de informática causa tanto pesar como
indignación: los computadores son prehistóricos, no tienen puerto de memoria
USB sino ranuras para disquetes que ya desaparecieron del mercado. Apenas cinco
funcionan a medias. Recorrer las instalaciones del colegio es hacer un
inventario de desastres.
—Este año no hemos podido darles a
los estudiantes su refrigerio diario —dice Benigno Murillo, el rector—. El
Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que es el que nos ayuda en ese
campo, nos mandó un oficio informándonos que volverá a dar la merienda en
marzo. Hemos tenido que reducir la duración de las clases y finalizar las
jornadas más temprano. ¡Usted no se imagina la cantidad de muchachos que vienen
sin desayunar!
Ahora los estudiantes del grupo
“Séptimo A” van entrando atropelladamente al salón. Se sientan, sacan sus
cuadernos. En el colegio nadie conoce a nuestro personaje como Wikdi: acá le
llaman “Anderson”, el nombre alterno que le puso su padre para que encajara con
menos tropiezos en el ámbito de los “libres”.
—Anderson —dice el profesor de
geografía—: ¿trajo la tarea?
Mientras el niño le muestra el
trabajo al profesor, reviso mi teléfono celular. Está sin señal, un trasto
inútil que durante la travesía solo me ha funcionado como reloj despertador. La
“aldea global” que los pontífices de la comunicación exaltan desde los tiempos
de Mcluhan, sigue teniendo más de aldea que de global. En el mundo civilizado
vamos a remolque de la tecnología; en estos parajes atrasados la tecnología va
a remolque de nosotros. Allá, en las grandes ciudades, al otro lado de la selva
y el mar, el hombre acorta las distancias sin necesidad de moverse un
milímetro. Acá toca calzarse las botas y ponerle el pecho al viaje.
—América es el segundo continente en
extensión —lee el profesor en el cuaderno de Anderson.
Se me viene a la mente una palabra
que desecho en seguida porque me parece gastada por el abuso: “odisea”. Para
entrar en este lugar de la costa pacífica colombiana que parece enclavado en el
recodo más hermético del planeta, toca apretar las mandíbulas y asumir riesgos.
El trayecto entre mi casa y el salón en el cual me encuentro este martes ha
sido uno de los más arduos de mi vida: el domingo por la mañana abordé un avión
comercial de Bogotá a Medellín. La tarde de ese mismo día viajé a Carepa —Urabá
antioqueño— en una avioneta que mi compañero de viaje, el fotógrafo Camilo
Rozo, describió como “una pequeña buseta con alas”. En seguida tomé un taxi
que, una hora después, me dejó en Turbo. El lunes madrugué a embarcarme, junto
con veintitrés pasajeros más, en una lancha veloz que se abrió paso en el
enfurecido mar a través de olas de tres metros de alto. Atravesé el caudaloso
río Atrato, surqué la Ciénaga de Unguía, hice en caballo el viaje de ida hacia
el resguardo de los kunas. Y hoy caminé con Wikdi, durante dos horas y media,
por la trocha de Arquía.
El profesor sigue hablando:
—Chocó, nuestro departamento, es un
puntito en el mapa de América.
¡Ah, si bastara con figurar en el
Atlas Universal para ser tenido en cuenta! Estas lejuras de pobres nunca le han
interesado a los indolentes gobernantes nuestros, y por eso los paramilitares
están al mando. En la práctica ellos son los patronos y los legisladores
reconocidos por la gente. ¿Cómo se podría romper el círculo vicioso del atraso?
En parte con educación, supongo. Pero entonces vuelvo al documento de las
Naciones Unidas. Según el censo de 2005, Chocó tiene la segunda tasa de
analfabetismo más alta en Colombia entre la población de 15 a 24 años: 9,47 por
ciento. Un estudio de 2009 determinó que en el departamento uno de cada dos
niños que terminan la educación primaria no continúa la secundaria. En este
punto pienso, además, en un dato que parece una mofa de la dura realidad: el
comandante de los paramilitares en el área es apodado “El profe”.
Anderson regresa sonriente a su
silla. Me pregunto adónde lo llevará el camino al final del ciclo
académico. Su profesora Eyda Luz Valencia, que fue quien lo bautizó con el
nombre de “libre”, cree que llegará lejos porque está despabilado y tiene buen
juicio a la hora de tomar decisiones. Existen razones para vaticinar que
no será un “profe” siniestro como el de los paramilitares, sino un profesor sabio
como su padre, capaz de improvisar una aurora aunque la noche esté perdida en
las tinieblas.
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