EN CICLA POR LA SUIZA DE AMÉRICA
Ahora que la memoria se vuelve una estrategia para despojar a las víctimas del conflicto, y ahora que no hay conflicto por arte politiquero que permitirá el despojo... y ahora que se persigue a quién piensa en la memoria de las víctimas y que se usa a las víctimas para imponer la estrategia de su despojo... quizás más que nunca se requiera construir tejidos para resguardar la memoria porque en la memoria se resguardan los pensamientos profundos... Agradecemos a otro exalumno de la U por compartir con nosotros algunas de sus reflexiones sobre un relato que recogió en una actividad que hicimos hace un lustro...
EN CICLA POR LA SUIZA DE AMÉRICA
Anónimo
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Fotografía de Jesús Abad Colorado tomada de http://patrimoniocultural.bogota.unal.edu.co/eventos/article/el-testigo-memorias-del-conflicto-armado-colombiano-en-el-lente-y-la-voz-de-jesus-abad-colorado.html |
Las armas son instrumentos de mala suerte; emplearlas por mucho tiempo producirá calamidades
Sun Tzu
Los
recuerdos que tiene Carlos son aquellos en los cuales existe una relación con
lo más horrible que ha visto en su vida, tanto es así, que están aferrados a su
mente como si un parásito habitara su sangre; desde entonces ésta ya no es tan
roja y lo deja a uno pensando en eso… en que los recuerdos son parásitos.
Su
vida se volvió otra desde que tuvo que irse a vivir a cierta población
boyacense en la ribera del río. Allí solo el horror contenido, solo películas
de terror más reales y terribles que las de ficción. Allí en esa temperatura
tan atroz solo la ley del silencio es ley. Nadie sabe, nadie ha visto, nadie ha
escuchado; nadie se pronuncia y mientras,
lo que pasó y a veces pasa, se perderá.
En
este pueblo boyacense en la ribera de ese gran río milenario se dio una de esas
tantas guerras entre los grupos de extrema de esta pobre Colombia. Y es allí
donde se hunden las historias de Carlos. Un aficionado a montar en bicicleta
para huir del mundo.
Salía
en su cicla turismera a recorrer los alrededores por calles petrolizadas, de
color negro como si estuvieran recién pintadas. Quizás porque crecer entre el
horror termina insensibilizando a la gente, no dimensionaba el hecho de
encontrar a tantas personas muertas en los costados de la carretera. Es
increíble, ahora lo entiendo, que nuestro país sea el set de alguna de esas
malas películas de Hollywood.
No
entendía Carlos que recorría un cementerio en realidad. Un cementerio vivo que
se esparcía como una peste a la que nos acostumbramos y de la que dependemos
ahora. Un cementerio caluroso como un gran horno que consume la paciencia de
cada ser vivo que lo habita sin entender lo que pasaba, y pasa sin que nadie
diga nada.
Su
cicla es tan azul como el cielo despejado sobre los limoneros; y ese caballito
de viento como le decimos en estas tierras, lo llenaba de moral; solo aquellos
que se dedican a este deporte entienden la relación que establece el ciclista
con su cicla. La cicla hidrata la moral;
solo así podía Carlos salir y pedalear con el objetivo único –entendería
después-, de regresar a su casa sano y salvo; sus contrincantes eran los
jinetes de la muerte.
De
todo lo que cuenta Carlos, me impacta que especifique para ilustrar la
situación, que no había ladrones en ese pueblo. “Allí no existían los rateros,
porque en este pueblo, aquella persona que robe, al siguiente día se la encuentra en el agua emprendiendo su viaje
río abajo, en un gran vehículo de plástico… a veces”.
Algunas
personas en este pueblo a merced de los señores de la guerra jamás supieron de
sus familiares; otros los encontraron en el río, como cóncavas naves
abandonadas a la corriente; otros los veían en algunas de las volquetas
fúnebres, entre otros cuerpos; así entendió el pueblo otro de los usos de las
bolsas plásticas mientras la descomposición directamente proporcional a la
descomposición del resto del país… sucedía como una característica de lo que no
hemos podido dejar de ser. Así entendimos también el concepto de fosa común.
Carlos
cuenta que los campesinos llevaron la peor parte de esta guerra, porque todo se
trataba de obligarlos a dejar sus tierras. Matar o desplazar por la tierra; de
eso se trataba todo. Los que se negaban fueron destrozados de las formas más
dolorosas posibles. Muchos se iban al recibir las amenazas; partían a engrosar
la estadística de desplazados del país.
Recibir
esa amenaza era como recibir un mensaje de la muerte, era como darse cuenta de
que Colombia para millones de colombianos era poco menos que un infierno.
Desconocemos
si exista el relato de un ciclista sobre este tipo de acontecimientos. Pero el
de Carlos nos deja sin palabras porque al ser reconocido y en cierto sentido,
respetado, a medida que avanza en sus recorridos, se encuentra con todos los
armados en la guerra; ve a la policía, luego a los de un extremo, luego con los
del otro extremo, y muertos a la orilla.
Carlos
pasa en silencio; imagino que lo han visto tanto por ahí que pasa
desapercibido, se vuelve un elemento más de los paisajes. Lo cierto es que todo
el mundo sabía que utilizaba su cicla para ir a trabajar y para regresar del
trabajo; porque eso hacemos todos, intentar seguir a ver si algún día estos
machos alfa dejan construir un país bueno para todos.
Carlos
estuvo en esas regiones en donde algunos de estos participantes en el reality
show de la guerra, eran entrenados; todo el mundo lo sabía; venían extranjeros
a enseñar a matar a otros expertos en enseñar a matar. Era un Rambo decían
todos los que veían la guerra como el plato típico de las poblaciones
colombianas.
Eso
es Colombia tal vez, un país de Rambos pobres que solo entienden de la muerte,
y en ese contexto me da pesar tanta barbarie; me dan pesar también algunos
soldados; son solo peones en ese juego mediocre de ajedrez del que solo les
queda hablar bien porque es su forma de vida, su empleo. Algunos de estos
grupos tenían su propia clínica, y vivían y viven del discurso del odio, lo
hicieron una forma de vida, lo hicieron otra forma de ganarse la vida; en
Colombia odiar porque da trabajo y autoriza al héroe mediocre a matar, destrozar
o violar a los demás.
De
las cosas que cuenta Carlos, y quizás la más desoladora, es la ocasión en que
un grupo de ciclistas se encuentran en una tienda con un finquero, buena gente,
y entonces un viejo amigo que está metido en el grupo que ahora mandaba en la
región, lo llama aparte y le dice que se vaya porque a ese hacendado lo iban a
matar. Carlos pasa saliva, se siente mareado; tanta muerte y aún no
acostumbrarse. Sin embargo no podían hacer nada. Inventaron una excusa y se
fueron del lugar; unos metros más adelante se escucharon cinco disparos.
Yo
no sé por qué terminé escribiendo esta historia; tenía la opción de escribir
sobre tantas otras cosas, pero creo que la memoria de esas víctimas es
importante; alguien debería averiguar quiénes eran esas personas y la razón de
su muerte; al menos recordar sus nombres y el dolor de sus familias. ¿Qué clase
de país es éste en el que unos tienen que morir mientras la memoria de su paso
por el mundo es olvidada? ¿Qué tipo de cristianos son estos colombianos que
creen que Cristo estaría de acuerdo con lo que unos le hacen a los otros?
Carlos
insiste en la seguridad; el hecho de que pudiera dejar la cicla a tres cuadras
de la casa y que nadie se la robara es un recuerdo que subraya como algo
positivo en ese cementerio en el que todos estaban absolutamente controlados. No
sé si el precio que pagaban los demás valiera el costo de esa cicla; es más,
creo que solucionando tantos problemas sociales, en un país sin muerte también
se podría dejar la cicla allí, porque cuando es la muerte la que cuida nuestras
cosas, quizás debamos repensarnos como sociedad. Porque matar tanto para que no
hubiera ladrones es un lado positivo de la guerra que más parece un acto de
resignación logrado por el pánico, o por una extraña costumbre.
Orden
a sangre y fuego y violaciones, mientras se le robaba la tierra a los
desplazados; o se utilizaba el presupuesto público. Carlos siguió montando en
su cicla por muchos años más, pedaleando entre las tumbas de prójimos a los que
ya nadie recuerda. ¿Y que en Venezuela qué?
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