Conjuro nocturno o la poesía como hilo de Ariadna. Acercamiento a la poética de Virginia Vargas Avella

 




Conjuro nocturno o la poesía como hilo de Ariadna.

Acercamiento a la poética de Virginia Vargas Avella

 

Por Miyer Pineda

 

Venecia. Fotografía de Miyer Pineda

LIMINAR[1]

     Presentamos la tesis de grado de la estudiante Ana Virginia Vargas Avella. Con este libro de poemas aprobó el requisito para obtener su título como licenciada en Idiomas en la Escuela de Idiomas en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, en el año de 1998. No sólo se graduó como docente; luego de leer sus poemas, es innegable que a la Facultad se le coló una poeta. Imagino que Estanislao Zuleta se hubiera asombrado gratamente. Ignoro si Virginia ha vuelto a escribir; ignoro si tiene más libros inéditos; es probable. Hace décadas que nos perdimos la pista, pero era evidente que sería una gran maestra, y que sus estudiantes serían muy afortunados. Una copia de su tesis estaba entre los anaqueles de mi biblioteca, temblando; así como el original ilumina los estantes en la biblioteca de la UPTC, junto a tesis de otros estudiantes graduados. Eso terminan siendo los trabajos de grado por lo general, corren un destino un poco más modesto que el de los libros, o, al menos, un destino más triste. Hace 25 años se debió haber publicado este libro, este Conjuro nocturno, que deshace - poniendo en evidencia- tanta escritura fácil, como la que se contagia y se publica hoy en día. Leer a Virginia Vargas ahora, refresca, tranquiliza, aquilata el encuentro con nuestra Alma Mater y con Si mañana despierto, y como si esto fuera poco, nutre la savia de la poesía que se hace en esta parte del país. Su publicación también es un homenaje al maestro y poeta Jorge Eliécer Ordóñez; él dirigió esta tesis, estuvo a la sombra del libro y es el culpable de que muchos estudiantes de Colombia y el mundo, reciban clases de maestros poetas en un país al que le “debiera dar vergüenza salir a la calle”. Un agradecimiento al poeta y a la poeta; y ojalá esto permita un reencuentro con su palabra y con su voz y con sus ojos que aliviaban la tarde y la rutina.   

MP


La poeta Virginia Vargas en Villa de Leyva. Fotografía de Virginia.

Desde niña, Virginia Vargas se acercó a la poesía; intuía que esa decisión era un acto incomprensible en estos tiempos en los que el ser deambula a la deriva entre la aniquilación y la banalidad. La literatura permitía liberar los sueños y hacía que los sentidos se inmiscuyeran, al fin, en el paisaje, en la profundidad de las formas de las narraciones que conjugaban el asombro, haciendo de Boyacá otra forma de Macondo: “musas que surgen desde Macondo y se extienden hasta mi pueblo enterrado en las montañas” (Vargas Avella, 1998, p. 2). Eso suele pasar a los habitantes de pueblos en Colombia al acercarse a la gran literatura; el Pueblo Blanco de Serrat, o el Pueblo mío que canta José Feliciano en Qué será, se funde con Santa María, Comala, Macondo o Yoknapatawpha, y se cartografían las vivencias cotidianas, y la fábula se hace espejismo y realidad en las manos de la poeta en ciernes, hasta que sintetiza los sucesos de manera contundente: “página tras página muestran la poesía detrás de velos con la transparencia” (p. 2).

La poeta cuenta en la introducción de su tesis, la importancia que tuvo el grupo Si mañana despierto en el proceso de consolidación de su obra, hasta el punto en el que propone la creación como posibilidad de cumplimiento de los requisitos de grado, para optar al título de Licenciada en Idiomas: “Jorge Eliécer Ordóñez se convierte en el principal motivador y a la vez cómplice en un vuelo alto hacia la esencia profunda del poema” (p. 4). Leer las palabras de Virginia, es pasar por el corazón a esa cohorte de despiertos[2], reunidos para compartir una obsesión: la literatura te salva, te acompaña, es guarida, sombra, hacha, antorcha y ancla, y entre docentes, la gran pedagogía concentrada en conseguir que los estudiantes se asombren mientras se educan para ser los obreros o desempleados del mañana; así que, por tanto, lograr que los estudiantes reconozcan la carga ética-ontológica de la poesía, permitiría que se asuman como fin, siguiendo el imperativo categórico kantiano, y no como un simple medio, para el usufructo de alguien más.

Pensar la creación poética como posibilidad de trabajo de grado, hizo que se reflexionara sobre las habilidades de pensamiento que los estudiantes de todo el país desarrollan, a pesar de sus docentes o gracias a ellos. Por tanto, estas tesis demostraban cuán adelantado estaba el debate en la Escuela de Idiomas, sobre la pedagogía y su relación con la libertad y el espíritu humano, sometido por lo general, a estar enjaulado o restringido, porque se le da prioridad a visiones técnicas y utilitaristas, cuyo propósito no va más allá de adoctrinar a los obreros del mañana. La creación en ese entorno tiene mucho qué decir, y si un maestro crea, es posible que comprenda mejor el necesario combate por lo humano, que tiene que librarse día a día y centímetro a centímetro, en las aulas, escuelas y bibliotecas, a lo largo y ancho de un país en llamas.

La creación en la universidad, la enaltece; le recuerda a los sumos sacerdotes del saber, (que se supone están en la universidad pública, tal como lo encarnó don Miguel de Unamuno, trazando una raya en el piso para diferenciarse del totalitarismo) que la imaginación es el soporte de toda invención de lo humano. Bachelard y Unamuno son apenas dos muestras en un mar de maestros que hicieron de la universidad la posibilidad del humanismo, en oposición a los burocrátas que la tomaron por asalto convirtiendola en pasarela escuálida y en fortín corruptible.

Habría que hacer un balance de las obras escritas entonces; incluso en años anteriores y posteriores, y en ese contexto, interrogar por las obras escritas por mujeres en esta parte del país, y de esta manera, contextualizar el impacto de Conjuro nocturno. Porque, aunque para Virginia Vargas, el libro “es el producto de la necesidad de  expresar la memoria de mis recuerdos y el descubrimiento junto con la contemplación del entorno propio” (p. 7), es innegable, luego de leerlo, que hay una carga de ironía y crítica al machismo que perdura en la literatura y en la creación poética, filtrados en imágenes y fabulaciones en las que, además, el locus amoenus determina una visión de mundo envuelta en el encantamiento.

Museo de Venecia. Fotografía de Miyer Pineda

El primer poema, de apenas cuatro versos, ubica al visitante ante la arquitectura de lo ruinoso, en apariencia; esa arquitectura de polvo es la poesía, el reino en el que la memoria y lo desvanecido se refugia en las alas de una polilla adormilada en los sótanos de los baúles:

 

En el último rincón de los baúles

Se sienta a dormitar la polilla

Sueña con telares ancestrales

Donde su polvo arme fábricas perdidas

 

(Vargas Avella, 1998, p. 10).

La profundidad espacial en el poema se nutre de la nostalgia; esa emoción no aparece en los libros de historia, pero es proyectada por el lector en el momento en el que comprende la carga humana que habita en el pasado. En la poesía yace lo que les falta a los libros de historia, el latido de lo humano desenrollando la respiración como hilo de Ariadna. En la poesía, entonces, la utopía, el renacimiento, la raíz que no se rinde. La polilla es simbólica porque es el umbral que recibe al lector; devorar o apolillar ropa, tapetes, alimentos, el papel o los poemas, son actos profundos frente a los que la poesía permanece inquieta; también ir hacia la luz o anunciar la riqueza espiritual que hay en ese acto subversivo de desentrañar lo que ocultan las palabras, cuando se empecinan en mantenerse en el cauce de la poética que las hechiza. Si el poema apolilla, con el tiempo, los lectores verán salir de los libros, millones de insectos dispuestos a arrojar en los rincones olvidados por los hombres, el sentido luminoso de la cicatriz descifrada por los poetas. Es hacia allí a donde se dirige la hermenéutica al abordar la poesía como textualidad que media el crecimiento espiritual; al final se concluye que la poesía permite disputarle el espíritu a aquellos que consideran lo humano como medio y no como fin.

Quizás por esta razón, el habitante del mundo creado por Virginia Vargas, siente la carga sinestésica a través de los versos, hasta el punto en el que sus emociones son una sumatoria de contrariedades, contradicciones, templanza, tristeza y serenidad. En adelante el peso del amor siempre estará en el día siguiente, porque a lo mejor allí la muerte no esté marchita; en adelante el canto del gallo va a inaugurar la posibilidad del reencuentro y del abrazo que será capaz de sobreponernos a nosotros mismos frente a los otros.

A medida que se avanza en la lectura se siente precisamente que, en la poesía de Virginia Vargas, las miradas abrazan, reconfortan como el tinto junto al fuego. Los personajes de la saga, hechizados, le recuerdan al lector que todo camino verdadero nace de un portón viejo, iluminado por luciérnagas y horadado por el silencio de los sauces. En ese paisaje cada sendero es un escondite de fantasmas.

En el libro, la poesía es una herramienta despiadada; el lector encuentra poemas poderosos y tristes, en los que el tránsito de la cicatriz es implacable. Entre líneas se detecta una poética que contagia la cicatriz, humanizando, hasta que el lector se acerca un poco a la comprensión de la belleza. Los fantasmas abren y cierran las puertas, esconden los objetos, o, a lo mejor, los ordenan en este caos que es la existencia humana; destrozan a las rosas: “hace más de treinta años habitan en casa/ a la muerte de papá/ uno más se unió a la tromba, / en su ronda, nos espera un lugar” (p. 13). Se trata de una poética fantasmática; de tanto rastrear a los imagos, de tanto edificar tan minuciosamente las imágenes y la fantasía, se alcanza a presentir que los habitantes de la memoria, respiran, se acercan, rozan lo material para que la nostalgia, a su vez, respire; los fantasmas leen a través de nuestros ojos, sienten el murmullo de los labios para que el espíritu se estremezca y comprendamos al fin que el tiempo se acaba y que el verdor es el espejo del tiempo que nos queda. En el ritual también se retiene al espectro para culparlo; se le encarna en el lenguaje en forma de imagen y recuerdo. El poema es el sitio elegido para evocar su presencia fantasmática; entre las letras, los ojos de los abuelos, su marca de agua que dejaron sus apellidos en la memoria.

En la quietud aparente se manifiesta lo siniestro; la luna de turno se deja caer, asustada; los perros ladran, aúllan, y un niño la recoge en el aljibe, muerta; mientras, en el zarzo como en un ataúd suspendido mediando el cielo de la casa, muñecas mutiladas, cajas llenas de artefactos adormecidos y Pandora, la primera mujer, esparciendo los males de la melancolía.

La cadencia hace equilibro, la lectura del mundo transforma la realidad como si se leyera poniéndole al mundo los colores de la tarde; el efecto de lo simbólico es una preparación para el lector; si la noche cae, quiere decir que el fin se acerca; ya por el camino se han marchado las almas de los viejos y sus cuerpos esperan con las maletas a la muerte.

En la oscilación que propone la poética de Virginia Vargas, los sueños naufragan, pero se terminan rehaciendo en los dedos de los niños, en la encarnación de lo mítico y sagrado, mientras transcurre lo humano ya lejano del suceso. La poeta recuerda que la poesía consiste en acercarnos al milagro; su intento convoca el asombro a través de las imágenes: “con las sombras, ninfas inician su mutación/ mañana serán carneros/ envueltos en lana blanca” (p. 22); la cuestión aquí es que se testimonia desde carretones negros que transcurren lentos en el sendero que se aleja. La obra proyecta un mundo mítico mientras la distorsión atosigante de lo real, abruma hasta someter cada sentido, en las otras orillas en las que se ha enjaulado al ser humano.

Vista de la Plaza San Marcos en Venecia. 
Fotografía de Miyer Pineda

En medio de la saga, la prevención implacable frente a los desastres del amor, sobre las otras formas de Narciso, abrasados en el fuego, consumiéndose hasta que los versos que han escrito en la piel, se protegen en la memoria, buscando el final del poema, quizás en otro amor, o en otros años, o en otra piel. Lo que queda al comprender esto produce saudade, y esa sensación se esparce por el vientre, por el cuerpo, lesionándolo, inmovilizándolo, volviéndolo objeto de una alquimia milenaria frente a la que la palabra solo puede asumirse como cicatriz, como relincho, ritual y premonición de la pasión que se resguarda en el secreto, porque “en cualquier rincón se devoran los amantes” (p. 38).

Los poemas se mantienen en el aire, concisos, depurados, seduciendo el poder y la paciencia del lector. Cuestionan ofreciendo alternativas de interpretación a una realidad que golpea y agobia: “jóvenes con ojos de remiendo/ juegan a descubrir oráculos bajo los ladrillos” (p. 29); detienen el tiempo para hacer un balance existencial frente a las implicaciones de la muerte, en este caso, el fallecimiento del padre: “A papá, se le olvidó fruncir el ceño/ tal vez, porque como en las fotografías/ es mejor dejar la última buena impresión” (p. 30); o frente a los propósitos del “don de la estética”(p. 39), interroga por la sencillez de los productos en los que se posa el sentido, en obras frágiles como las alas de las polillas adormecidas, en los baúles que hay en los sótanos del espíritu.

La ironía es intensa; tanto que el lector comprende el mundo en el que el patriarcado se ha divinizado hasta el punto en el que el destino de las mujeres pareciera ser la contemplación, el hogar y “engendrar hijos para la lejanía” (p. 32). En el poema “Despertar” (p. 24), la existencia de otros mundos, la montaña que respira porque en realidad es una ballena, y la voz del viejo poniendo alerta a criaturas extintas que pastan en la llanura, protegidos por el olvido de los hombres. Y en la casa vieja, ausente el padre, la serenidad que llega al fin, cuando se deja descansar en paz a los que se han marchado, porque los que se quedaron saben que la polilla de la vida, consiste en dejar ir, en horadar el tiempo a plenitud, hasta que el barco anclado que es la casa, continúe su viaje a través de las noches y las aguas de las estaciones, en busca de los puertos infinitos que serán el mañana.

Otro de los elementos valiosos en Conjuro nocturno, es el contrapeso que hace la poeta al machismo que hay en el mundo literario; a este respecto, el poema “Poeta” es mordaz: “Bajo la luz de la vela el dinosaurio envenenado/ Escupe una a una la prehistoria de sus letras” (p. 27). Hay un juego con el dinosaurio de Augusto Monterroso, pero también con los cadáveres de los dioses y la demolición de los templos que se erigen para honrar a personajes literarios en un afán de adoración incontrolable. Ahora, por supuesto, hay en el texto otros niveles en los que funciona lo simbólico; ha sido asesinado el dinosaurio, pero a pesar de esto, la memoria de un mundo anterior a la memoria, muestra la magia desde la que el ser puede volver a comenzar. La poeta expone la creación como una forma de construirse una trinchera, un abismo espiritual que serene y acerque al lector a formas de la sabiduría que le permitan defenderse de lo banal. Quizás por esta razón, despoja el presente de la imposición hispánica y se hunde en lo mítico en Firavia, ese pueblo indígena sometido como tantos, por la conquista y la colonia española: “arquitectura de ancestros/ jubilada por el tiempo de los males” (p. 33). Ese pueblo blanco y detenido en la montaña, a la vera de los caminos que persiguen su futuro en las urbes, en los templos de la razón materialista, opuesta a esa otra razón mágica en la que el tiempo se detiene y sobrevive en paraísos minifundistas, en los que pervive la tradición de contaminar la conciencia con actos miserables, “la mayoría a la derecha”, para luego lavársela el domingo. A pesar de todo, el paisaje se mantiene al margen de los hombres, hasta donde le es posible, y asemeja una colección de cuadros perdidos de impresionistas “con trigales sin cuervos” (p. 33).

Pareciera que solo se salva el paisaje, la magia y los personajes que refrescan la rutina. En la ciudad, “ayudados por máscaras que rezan” (p. 35), o en los pasillos de los corredores, en los que los hombres escampan la llegada del fin, es perceptible el apocalipsis cotidiano que ha de llegar al medio día, cuando es posible comprender que a lo mejor el mundo no existe, porque tan sólo es un espejismo en el largo laberinto conformado por las vidas de los hombres. Y en ese recorrido, Virginia Vargas proponiendo una poética que escarba dando testimonio, rastreando en lo real para contemplarlo al menos desde la periferia del lenguaje, en los límites no alcanzados por la racionalidad que oprime para conseguir mantener los intereses de unos cuantos.

La poesía, como el gato, o como el gusano en la rama, o como el azahar, viven en el misterio, pero al decirlo, al rozarlo, lo embroman para los habitantes de este mundo que no merecen palpar esos sentidos. En el poema, entre líneas, se comparte el pan de ese asombro, y el lector al asumir el ritual de la lectura, ese pacto de complicidad, alcanza a intuirlo; eso sucede con los poemas “Absolución del suicida” (p. 40) y “Barcos al viento” (p. 41); se propone el enigma y la solución revela el misterio, pero al presentirlo, se aleja el horizonte de sentido, y entonces se debe recomenzar el camino hasta que se agregan nuevas pistas y certezas; al final, el poema como provocación, se plasma entre las imágenes y la reflexión sobre el peso de los versos enunciando la realidad que subyugan.  Ya casi al final, el poema “Contrariedad”, uno de los más poderosos del libro, muestra que el enigma ha permeado la totalidad de la saga:

 

CONTRARIEDAD

 

Cuando visitaba a la abuela

el camino hacia la quebrada era ineludible

al plantarme sobre la piedra grande

lavadero de la anciana y púlpito de los sapos

sentía la respiración de los alisos,

el hilo de agua corría en sentido contrario

siempre fue así,

solo la abuela me comprendía.

 

(Vargas Avella, 1998, p. 43)

 

La poética como hilo de Ariadna, nos ha llevado a través del laberinto de la magia hasta que vemos cómo la poesía permite ver la otra orilla de las cosas, el fluir del tiempo en contravía, hacia el origen, hacia la raíz y la semilla. Solo la Diosa desterrada comprende el milagro que ha marcado para siempre a la poeta. Al final, hemos logrado comprender que la poesía “en su pico lleva un mundo entero” (p. 44). Esperemos que los lectores estén a la altura de ese reto que ha estado oculto en el misterio durante tantos años.

 

Referencias

Vargas Avella, V. (1998). Conjuro Nocturno. Tunja: UPTC (Inédito).

Vargas Avella, V. (1998). Prólogo. Tunja: Tesis de Grado.

 

 



[1] Nota de presentación del libro. Por supuesto se trata de una ficción… con la ilusión de que suceda lo que sucede con la gran literatura, que en realidad se trata de un vaticinio. Es lamentable que el libro no se haya publicado aún.

[2] La poeta Virginia Vargas, entonces, menciona a Jorge Eliécer Ordóñez, Oscar Ariza y Luis Miguel Rodríguez; además de Gabriel Ferrer, Julio Goyes, Carlos Fajardo, Germán Diego Castro, Donald Calderón, Álvaro Neil Franco y Patricia Sainea.


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