Conjuro nocturno o la poesía como hilo de Ariadna. Acercamiento a la poética de Virginia Vargas Avella
Conjuro nocturno o la poesía como hilo
de Ariadna.
Acercamiento a la poética de Virginia
Vargas Avella
Por Miyer Pineda
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Venecia. Fotografía de Miyer Pineda |
LIMINAR[1]
MP
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La poeta Virginia Vargas en Villa de Leyva. Fotografía de Virginia. |
Desde niña, Virginia Vargas se acercó a la poesía; intuía
que esa decisión era un acto incomprensible en estos tiempos en los que el ser
deambula a la deriva entre la aniquilación y la banalidad. La literatura
permitía liberar los sueños y hacía que los sentidos se inmiscuyeran, al fin,
en el paisaje, en la profundidad de las formas de las narraciones que
conjugaban el asombro, haciendo de Boyacá otra forma de Macondo: “musas que
surgen desde Macondo y se extienden hasta mi pueblo enterrado en las montañas” (Vargas Avella, 1998, p. 2). Eso suele pasar a los habitantes
de pueblos en Colombia al acercarse a la gran literatura; el Pueblo Blanco de Serrat, o el Pueblo mío que canta José Feliciano en Qué será, se funde con Santa María, Comala,
Macondo o Yoknapatawpha, y se cartografían las vivencias cotidianas, y la
fábula se hace espejismo y realidad en las manos de la poeta en ciernes, hasta
que sintetiza los sucesos de manera contundente: “página tras página muestran
la poesía detrás de velos con la transparencia” (p. 2).
La poeta cuenta en la introducción de su
tesis, la importancia que tuvo el grupo Si mañana despierto en el proceso de
consolidación de su obra, hasta el punto en el que propone la creación como
posibilidad de cumplimiento de los requisitos de grado, para optar al título de
Licenciada en Idiomas: “Jorge Eliécer Ordóñez se convierte en el principal
motivador y a la vez cómplice en un vuelo alto hacia la esencia profunda del
poema” (p. 4). Leer las palabras de Virginia, es pasar por el corazón a esa cohorte
de despiertos[2],
reunidos para compartir una obsesión: la literatura te salva, te acompaña, es
guarida, sombra, hacha, antorcha y ancla, y entre docentes, la gran pedagogía
concentrada en conseguir que los estudiantes se asombren mientras se educan para
ser los obreros o desempleados del mañana; así que, por tanto, lograr que los
estudiantes reconozcan la carga ética-ontológica de la poesía, permitiría que
se asuman como fin, siguiendo el imperativo categórico kantiano, y no como un
simple medio, para el usufructo de alguien más.
Pensar la creación poética como posibilidad
de trabajo de grado, hizo que se reflexionara sobre las habilidades de
pensamiento que los estudiantes de todo el país desarrollan, a pesar de sus
docentes o gracias a ellos. Por tanto, estas tesis demostraban cuán adelantado
estaba el debate en la Escuela de Idiomas, sobre la pedagogía y su relación con
la libertad y el espíritu humano, sometido por lo general, a estar enjaulado o
restringido, porque se le da prioridad a visiones técnicas y utilitaristas, cuyo
propósito no va más allá de adoctrinar a los obreros del mañana. La creación en
ese entorno tiene mucho qué decir, y si un maestro crea, es posible que
comprenda mejor el necesario combate por lo humano, que tiene que librarse día
a día y centímetro a centímetro, en las aulas, escuelas y bibliotecas, a lo
largo y ancho de un país en llamas.
La creación en la universidad, la enaltece;
le recuerda a los sumos sacerdotes del saber, (que se supone están en la universidad
pública, tal como lo encarnó don Miguel de Unamuno, trazando una raya en el
piso para diferenciarse del totalitarismo) que la imaginación es el soporte de
toda invención de lo humano. Bachelard y Unamuno son apenas dos muestras en un
mar de maestros que hicieron de la universidad la posibilidad del humanismo, en
oposición a los burocrátas que la tomaron por asalto convirtiendola en pasarela
escuálida y en fortín corruptible.
Habría que hacer un balance de las obras escritas
entonces; incluso en años anteriores y posteriores, y en ese contexto,
interrogar por las obras escritas por mujeres en esta parte del país, y de esta
manera, contextualizar el impacto de Conjuro
nocturno. Porque, aunque para Virginia Vargas, el libro “es el producto de
la necesidad de expresar la memoria de
mis recuerdos y el descubrimiento junto con la contemplación del entorno
propio” (p. 7), es innegable, luego de leerlo, que hay una carga de ironía y
crítica al machismo que perdura en la literatura y en la creación poética,
filtrados en imágenes y fabulaciones en las que, además, el locus amoenus
determina una visión de mundo envuelta en el encantamiento.
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Museo de Venecia. Fotografía de Miyer Pineda |
En el último rincón de los baúles
Se sienta a dormitar la polilla
Sueña con telares ancestrales
Donde su polvo arme fábricas perdidas
(Vargas Avella, 1998, p. 10).
La profundidad espacial en el poema se nutre de la nostalgia; esa emoción no aparece en los libros de historia, pero es proyectada por el lector en el momento en el que comprende la carga humana que habita en el pasado. En la poesía yace lo que les falta a los libros de historia, el latido de lo humano desenrollando la respiración como hilo de Ariadna. En la poesía, entonces, la utopía, el renacimiento, la raíz que no se rinde. La polilla es simbólica porque es el umbral que recibe al lector; devorar o apolillar ropa, tapetes, alimentos, el papel o los poemas, son actos profundos frente a los que la poesía permanece inquieta; también ir hacia la luz o anunciar la riqueza espiritual que hay en ese acto subversivo de desentrañar lo que ocultan las palabras, cuando se empecinan en mantenerse en el cauce de la poética que las hechiza. Si el poema apolilla, con el tiempo, los lectores verán salir de los libros, millones de insectos dispuestos a arrojar en los rincones olvidados por los hombres, el sentido luminoso de la cicatriz descifrada por los poetas. Es hacia allí a donde se dirige la hermenéutica al abordar la poesía como textualidad que media el crecimiento espiritual; al final se concluye que la poesía permite disputarle el espíritu a aquellos que consideran lo humano como medio y no como fin.
Quizás por esta razón, el habitante del mundo creado por
Virginia Vargas, siente la carga sinestésica a través de los versos, hasta el
punto en el que sus emociones son una sumatoria de contrariedades,
contradicciones, templanza, tristeza y serenidad. En adelante el peso del amor
siempre estará en el día siguiente, porque a lo mejor allí la muerte no esté
marchita; en adelante el canto del gallo va a inaugurar la posibilidad del
reencuentro y del abrazo que será capaz de sobreponernos a nosotros mismos
frente a los otros.
A medida que se avanza en la lectura se siente precisamente
que, en la poesía de Virginia Vargas, las miradas abrazan, reconfortan como el
tinto junto al fuego. Los personajes de la saga, hechizados, le recuerdan al
lector que todo camino verdadero nace de un portón viejo, iluminado por
luciérnagas y horadado por el silencio de los sauces. En ese paisaje cada
sendero es un escondite de fantasmas.
En el libro, la poesía es una herramienta despiadada; el lector encuentra poemas poderosos y tristes, en los que el tránsito de la cicatriz es implacable. Entre líneas se detecta una poética que contagia la cicatriz, humanizando, hasta que el lector se acerca un poco a la comprensión de la belleza. Los fantasmas abren y cierran las puertas, esconden los objetos, o, a lo mejor, los ordenan en este caos que es la existencia humana; destrozan a las rosas: “hace más de treinta años habitan en casa/ a la muerte de papá/ uno más se unió a la tromba, / en su ronda, nos espera un lugar” (p. 13). Se trata de una poética fantasmática; de tanto rastrear a los imagos, de tanto edificar tan minuciosamente las imágenes y la fantasía, se alcanza a presentir que los habitantes de la memoria, respiran, se acercan, rozan lo material para que la nostalgia, a su vez, respire; los fantasmas leen a través de nuestros ojos, sienten el murmullo de los labios para que el espíritu se estremezca y comprendamos al fin que el tiempo se acaba y que el verdor es el espejo del tiempo que nos queda. En el ritual también se retiene al espectro para culparlo; se le encarna en el lenguaje en forma de imagen y recuerdo. El poema es el sitio elegido para evocar su presencia fantasmática; entre las letras, los ojos de los abuelos, su marca de agua que dejaron sus apellidos en la memoria.
En la quietud aparente se manifiesta lo siniestro; la luna
de turno se deja caer, asustada; los perros ladran, aúllan, y un niño la recoge
en el aljibe, muerta; mientras, en el zarzo como en un ataúd suspendido
mediando el cielo de la casa, muñecas mutiladas, cajas llenas de artefactos
adormecidos y Pandora, la primera mujer, esparciendo los males de la
melancolía.
La cadencia hace equilibro, la lectura del mundo transforma
la realidad como si se leyera poniéndole al mundo los colores de la tarde; el efecto
de lo simbólico es una preparación para el lector; si la noche cae, quiere
decir que el fin se acerca; ya por el camino se han marchado las almas de los
viejos y sus cuerpos esperan con las maletas a la muerte.
En la oscilación que propone la poética de Virginia Vargas, los
sueños naufragan, pero se terminan rehaciendo en los dedos de los niños, en la
encarnación de lo mítico y sagrado, mientras transcurre lo humano ya lejano del
suceso. La poeta recuerda que la poesía consiste en acercarnos al milagro; su
intento convoca el asombro a través de las imágenes: “con las sombras, ninfas
inician su mutación/ mañana serán carneros/ envueltos en lana blanca” (p. 22);
la cuestión aquí es que se testimonia desde carretones negros que transcurren
lentos en el sendero que se aleja. La obra proyecta un mundo mítico mientras la
distorsión atosigante de lo real, abruma hasta someter cada sentido, en las
otras orillas en las que se ha enjaulado al ser humano.
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Vista de la Plaza San Marcos en Venecia. Fotografía de Miyer Pineda |
En medio de la saga, la prevención implacable frente a los
desastres del amor, sobre las otras formas de Narciso, abrasados en el fuego,
consumiéndose hasta que los versos que han escrito en la piel, se protegen en
la memoria, buscando el final del poema, quizás en otro amor, o en otros años,
o en otra piel. Lo que queda al comprender esto produce saudade, y esa
sensación se esparce por el vientre, por el cuerpo, lesionándolo,
inmovilizándolo, volviéndolo objeto de una alquimia milenaria frente a la que
la palabra solo puede asumirse como cicatriz, como relincho, ritual y
premonición de la pasión que se resguarda en el secreto, porque “en cualquier rincón
se devoran los amantes” (p. 38).
Los poemas se mantienen en el aire, concisos, depurados,
seduciendo el poder y la paciencia del lector. Cuestionan ofreciendo
alternativas de interpretación a una realidad que golpea y agobia: “jóvenes con
ojos de remiendo/ juegan a descubrir oráculos bajo los ladrillos” (p. 29);
detienen el tiempo para hacer un balance existencial frente a las implicaciones
de la muerte, en este caso, el fallecimiento del padre: “A papá, se le olvidó
fruncir el ceño/ tal vez, porque como en las fotografías/ es mejor dejar la última
buena impresión” (p. 30); o frente a los propósitos del “don de la estética”(p.
39), interroga por la sencillez de los productos en los que se posa el sentido,
en obras frágiles como las alas de las polillas adormecidas, en los baúles que
hay en los sótanos del espíritu.
La ironía es intensa; tanto que el lector comprende el mundo
en el que el patriarcado se ha divinizado hasta el punto en el que el destino
de las mujeres pareciera ser la contemplación, el hogar y “engendrar hijos para
la lejanía” (p. 32). En el poema “Despertar” (p. 24), la existencia de otros
mundos, la montaña que respira porque en realidad es una ballena, y la voz del
viejo poniendo alerta a criaturas extintas que pastan en la llanura, protegidos
por el olvido de los hombres. Y en la casa vieja, ausente el padre, la
serenidad que llega al fin, cuando se deja descansar en paz a los que se han
marchado, porque los que se quedaron saben que la polilla de la vida, consiste
en dejar ir, en horadar el tiempo a plenitud, hasta que el barco anclado que es
la casa, continúe su viaje a través de las noches y las aguas de las
estaciones, en busca de los puertos infinitos que serán el mañana.
Otro de los elementos valiosos en Conjuro nocturno, es el contrapeso que hace la poeta al machismo
que hay en el mundo literario; a este respecto, el poema “Poeta” es mordaz:
“Bajo la luz de la vela el dinosaurio envenenado/ Escupe una a una la
prehistoria de sus letras” (p. 27). Hay un juego con el dinosaurio de Augusto
Monterroso, pero también con los cadáveres de los dioses y la demolición de los
templos que se erigen para honrar a personajes literarios en un afán de
adoración incontrolable. Ahora, por supuesto, hay en el texto otros niveles en
los que funciona lo simbólico; ha sido asesinado el dinosaurio, pero a pesar de
esto, la memoria de un mundo anterior a la memoria, muestra la magia desde la
que el ser puede volver a comenzar. La poeta expone la creación como una forma
de construirse una trinchera, un abismo espiritual que serene y acerque al
lector a formas de la sabiduría que le permitan defenderse de lo banal. Quizás
por esta razón, despoja el presente de la imposición hispánica y se hunde en lo
mítico en Firavia, ese pueblo indígena sometido como tantos, por la conquista y
la colonia española: “arquitectura de ancestros/ jubilada por el tiempo de los
males” (p. 33). Ese pueblo blanco y detenido en la montaña, a la vera de los
caminos que persiguen su futuro en las urbes, en los templos de la razón
materialista, opuesta a esa otra razón mágica en la que el tiempo se detiene y
sobrevive en paraísos minifundistas, en los que pervive la tradición de
contaminar la conciencia con actos miserables, “la mayoría a la derecha”, para
luego lavársela el domingo. A pesar de todo, el paisaje se mantiene al margen
de los hombres, hasta donde le es posible, y asemeja una colección de cuadros
perdidos de impresionistas “con trigales sin cuervos” (p. 33).
Pareciera que solo se salva el paisaje, la magia y los personajes que refrescan la rutina. En la ciudad, “ayudados por máscaras que rezan” (p. 35), o en los pasillos de los corredores, en los que los hombres escampan la llegada del fin, es perceptible el apocalipsis cotidiano que ha de llegar al medio día, cuando es posible comprender que a lo mejor el mundo no existe, porque tan sólo es un espejismo en el largo laberinto conformado por las vidas de los hombres. Y en ese recorrido, Virginia Vargas proponiendo una poética que escarba dando testimonio, rastreando en lo real para contemplarlo al menos desde la periferia del lenguaje, en los límites no alcanzados por la racionalidad que oprime para conseguir mantener los intereses de unos cuantos.
La poesía, como el gato, o como el gusano en la rama, o como
el azahar, viven en el misterio, pero al decirlo, al rozarlo, lo embroman para
los habitantes de este mundo que no merecen palpar esos sentidos. En el poema,
entre líneas, se comparte el pan de ese asombro, y el lector al asumir el
ritual de la lectura, ese pacto de complicidad, alcanza a intuirlo; eso sucede
con los poemas “Absolución del suicida” (p. 40) y “Barcos al viento” (p. 41);
se propone el enigma y la solución revela el misterio, pero al presentirlo, se
aleja el horizonte de sentido, y entonces se debe recomenzar el camino hasta
que se agregan nuevas pistas y certezas; al final, el poema como provocación,
se plasma entre las imágenes y la reflexión sobre el peso de los versos
enunciando la realidad que subyugan. Ya
casi al final, el poema “Contrariedad”, uno de los más poderosos del libro, muestra
que el enigma ha permeado la totalidad de la saga:
CONTRARIEDAD
Cuando visitaba a la abuela
el camino hacia la quebrada era ineludible
al plantarme sobre la piedra grande
lavadero de la anciana y púlpito de los sapos
sentía la respiración de los alisos,
el hilo de agua corría en sentido contrario
siempre fue así,
solo la abuela me comprendía.
(Vargas Avella, 1998, p. 43)
La poética como hilo de Ariadna, nos ha llevado a través del laberinto de la magia hasta que vemos cómo la poesía permite ver la otra orilla de las cosas, el fluir del tiempo en contravía, hacia el origen, hacia la raíz y la semilla. Solo la Diosa desterrada comprende el milagro que ha marcado para siempre a la poeta. Al final, hemos logrado comprender que la poesía “en su pico lleva un mundo entero” (p. 44). Esperemos que los lectores estén a la altura de ese reto que ha estado oculto en el misterio durante tantos años.
Referencias
Vargas Avella, V. (1998). Conjuro Nocturno.
Tunja: UPTC (Inédito).
Vargas Avella, V. (1998). Prólogo.
Tunja: Tesis de Grado.
[1]
Nota de presentación del libro. Por supuesto se trata de una ficción… con la
ilusión de que suceda lo que sucede con la gran literatura, que en realidad se
trata de un vaticinio. Es lamentable que el libro no se haya publicado aún.
[2] La poeta Virginia Vargas,
entonces, menciona a Jorge Eliécer Ordóñez, Oscar Ariza y Luis Miguel Rodríguez;
además de Gabriel Ferrer, Julio Goyes, Carlos Fajardo, Germán Diego Castro,
Donald Calderón, Álvaro Neil Franco y Patricia Sainea.
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