VELO DE DIANA, UNA RESEÑA A ORILLAS DEL SARAVITA
Es insólito que hoy en día se escriba, se lea, se comparta o se hable de poesía. En tiempos de penuria la palabra es proscrita de las mesas y la soledad se paladea con escaramuzas menos rigurosas y siempre dirigidas desde la banalidad. Sin embargo, la palabra hechizante está ahí, como la moneda que un mendigo nos arroja desde su reino despojado y libre. En estos días el poeta Álvaro Franco ha enviado su libro Puerta de tierra caliente (CEAB, 2020), con el cual ganó el premio de poesía del CEAB en el 2019, y de ñapa nos ha enviado una reseña sobre los poemas de Diana Sanabria, quien pasea estas calles intentando a través de la cultura, humanizar a una ciudad que se extravía en el afán de consumir, de poseer y de mirar con indiferencia a su alrededor. Las primeras veces que vimos a Diana, iba de la mano del teatro y degustaba la poesía como quien se satisface con un manjar oscuro... de allí a edificar su obra había un paso. Compartimos con ustedes esa conjunción de los asombros que implica leer poesía en tiempos inhumanos en los que el fanatismo se exacerba, la muerte galopa y la peste enseña lo fugaz que puede ser la vida... La poesía nos ha enseñado que los tiempos malos son los propicios para el alivio del ángel que reposa en los poemas. Roten si pueden; a lo mejor estas palabras iluminen alguna soledad y agradecemos a Álvaro y a Diana por cubrirnos con su velo.
MFP
VELO DE DIANA, UNA RESEÑA DESDE LAS ORILLAS DEL SARAVITA
Por Álvaro Neil Franco Zambrano
La
poesía de Diana Elizabeth Sanabria Boada (Cerinza, Boyacá, 1984), se
caracteriza por tejer con el algodón de las nubes su raíz ancestral, valiéndose
de la evocación, la cual guarda como una caja de pandora historias contadas por
su abuelo. La voz poética hace las veces de Sherezada, solo que esta vez en
lugar de contar, se dedica a escuchar (a la manera de Michael Ende en Momo),
para no dejar caer en el olvido las palabras que brillan en los amaneceres de
su sangre. Tal vez su poesía sea una prolongación del silencio quemante que
habita en los ojos de sus antepasados. Una palabra encarnada ahuyentando, como
un perro de Rulfo, el asedio constante de la muerte. Un camino recorrido por la
varita de Moisés, donde nunca falta la música que corre por el agua sagrada de
los versos.
Paso todas las
noches recorriendo un libro en el lomo de un caballo muerto,
en su corazón que
ya no palpita hay un cajoncito de lata
donde el abuelo
se esconde de sus enemigos.
Desde allí me cuenta sus historias de judío
errante,
con sus ojos de
carbón caliente,
para que la noche
no tenga que parir los recuerdos que se le han ido esfumando.
Yo siempre tengo que partir a la madrugada,
y subiendo a pie
las páginas más súbitas, me envenena el espanto.
El espanto de
terminar el libro, sin alcanzar a conocer su rostro.
Él se queda en su cajita vigilándome hasta
donde alcancen sus palabras,
yo volteo a verlo
desde la distancia y él me dice adiós,
mientras se oye
el llanto de un recién nacido.
Son sus recuerdos
llenos de frío, amamantados por lo que queda de la noche.
Mañana ya no
volverá el caballo.
El abuelo sabe
que hoy recorro la última palabra.
Su palabra poética también es una búsqueda
incesante de lo desconocido, una lucha por darle un nombre al rostro oculto de
la luna, sin tocar su misterio; lucha por rescatar la palabra desnuda que nos
calienta el alma, por poetizar lo común y corriente que se oxida ante la
indiferencia de un mundo alienado por la vanidad. En la sed de sus palabras se
percibe la hondura de la sencillez, lejos del ruido ocasionado por la
figuración momentánea. Palabras que recuerdan al enorme Octavio Paz cuando nos
dice que a las palabras hay que tratarlas a las patadas, para hacerlas decir
algo diferente: “azótalas/ tuérceles el gaznate, cocinero,/ destrípalas toro”;
al recientemente desaparecido Armando Rojas Guardia cuando se siente traicionado por sus propias palabras:
“ es imposible conquistarla/ me traiciona: / se va por temporadas, / luego
vuelve/ cuando quiere/ en ocasiones la maltrato,/ la castigo la golpeo/ para
que me deje poseerla/ pero no tardará en irse/ de nuevo,/ la conozco”. Con la
diferencia que Sanabria Boada les reconoce sus almas benditas que la salvan de
ese purgatorio de querer escribir en el espejo blanco de la nada. La muerte que
nos ronda cuando nos atrevemos a desafiar la música callada donde canta el
poema.
LAS PALABRAS
Las dichas al
unísono,
las resecas por desconocidas,
todas aquellas que día a día se funden como cuerpos en la
orgía,
o aquellas que no tuvieron gloria.
Tantas y tantas
palabras…
Malditas ellas,
prostitutas tristes que se van con cualquiera
aunque no las pronuncien como es debido.
Asesinas
invisibles,
yo las bendigo por ser las únicas
capaces de acariciar las canas de esta desesperación
pausada,
derrumbando el muro de vacío que nace en mi quietud
enferma y corroída.
Acompañando esta
agonía que es mi carne,
aguantando este silencio que nunca
podrá ser puesto por escrito.
Su poesía también es un posible viaje hacia el
universo humano, porque las más de las veces somos extranjeros dentro de sí
mismos. Viaje empedrado hacia esos otros que no conocemos y tal vez nos mantienen
con vida, gracias al hilo de sus sueños. Bien lo dijo el memorioso Borges: “Lo
cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos
profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará
todas las cosas y sabrá todo”. A lo que Sabines le respondió: “Esto es urgente
porque la eternidad se nos acaba”. Entre esa condición infinita y fugaz que
implica el hecho de mirarse a los ojos para saber alguna vez quién demonios
somos transcurren los versos de Diana Elizabeth. Para mí nunca somos del todo,
porque siempre estamos siendo; de lo contrario, estaríamos concluidos y la
poesía como la vida es búsqueda constante de lo que ignoramos, pero queremos
conocer: un sueño dentro de otro sueño hasta el fin de los tiempos. Es una voz
que lucha por dejar atrás las ataduras que nos impiden dar el paso hacia esos
otros que nos esperan con los brazos abiertos en un lugar del alma, que sugiere
el silencio que abre la puerta donde olvidamos nuestro propio ser. Pero también
es una voz desgarrada que no se reconoce, porque intuye lo esquiva y provocadora
que es la poesía, que no se conforma y vive a la intemperie, como Van Gogh que
se arrancó una oreja para escuchar mejor el color negro de los cuervos tras los
campos de trigo:
INTRUSA
De vez en cuando toco a mi puerta,
para ver si de una vez por todas me confronto
y nos desafiemos como las culpables que somos.
Casi siempre me digo que no estoy,
que me estoy bañando,
que seguí enferma,
que salí de viaje,
que hay alguien de visita.
Algunas veces lo comprendo y no insisto por un tiempo.
Pero otras, cuando llego con la furia
de un criminal rechazado por la humanidad,
quiero patearlo todo, quiero escarbarme, estrujarme y
gritarme
que ya no tengo vergüenza y que romperé los vidrios,
mis secretos y las dudas.
Yo corro hasta la puerta y viéndome llorando de rabia,
cierro los ojos y me susurro con miedo,
que por favor me vaya.
Otro aspecto
fundamental que observo en su poesía es el cambio de su canto, cuando sus
versos de pájaros brillantes que cantan para distraer a la muerte: “A mí me pasa
lo mismo. / Me oculto en esta casa para aprender a cantar, / para escabullirme
de la muerte”, migran hacia la ciudad. Allí su vuelo poético
se estrella contra el anonimato de unos rostros abandonados por el cielo y contra
espacios que devoran su nido, contra el ruido que destruye el silencio de la
naturaleza. Aquí la voz se escinde entre la memoria dolorosa que viaja hacia su
paraíso encantado y el horror modernizante y enajenador de las ciudades
latinoamericanas:
NIEBLA
Poco a poco me voy convirtiendo
en ese pájaro de ciudad
que no sabe cómo entender un árbol,
la noche o la lluvia.
Me recojo en cualquier esquina,
a ver cómo vuelan tantos desconocidos sobre mí.
No sé qué son el sol,
ni el silencio.
Mi comida son escombros de recuerdos que tiran a la
calle.
Ya no puedo volar largos trechos.
Mi canto se redujo a un par de chillidos
que no atraviesan el miedo.
He perdido el color y la mirada.
Y aunque no he permitido que enjaulen mi cabeza,
se ha convertido en una lata que aúlla entre el eco de
mis huesos quebrados.
SIEMPRE VIVA
Ahora solo el viento barre la casa.
Los vecinos que pasan la miran a lo lejos,
mientras los pájaros picotean sus ventanas, buscando ese
fantasma.
Si abrimos sus puertas, saltan a nuestro cuerpo
las voces de los niños que fuimos,
pegándose como escarabajos a los brazos,
a los recuerdos que se nos han ido esfumando.
Yo me aferro a su vientre todo el día,
y mientras me acaricia la espalda,
le susurro que es la única abuela que me queda,
el canto de mis hermanos mayores,
el rostro de ese amigo de infancia,
todos los sueños que mi padre esparció por su jardín.
Pero el tiempo es una boca grande que se traga la pequeña
dicha.
Por eso tuve que cargarla en mi bolsillo,
por si un día la muerte me abraza por sorpresa,
por si un día quiero recordar quien soy.
Para que me salve de mí misma.
NUEVA DIMENSIÓN
A mis hermanos padre.
Cuando padre partió, todos fuimos llegando
y acomodándonos en la sala de madera, lo fuimos llorando.
Sin lágrimas.
Cada uno a su manera.
Todos con el rostro como un trozo de piedra.
Pero con el corazón engarzado en el alambre de púas
que encierra el potrero de los animales.
El mismo que encierra esa actitud recia,
que nuestra abuela paterna nos dejó sembrada en la
huerta.
Madre atendía a los amigos que traían rezos y flores de
sus casas,
sin dejar de mirarnos el pulso, el alma y el silencio.
Mis hermanos lo llevaron hasta el pueblo,
y atrás, por el camino destapado, en la cofradía de la
comparsa
fuimos tocando nuestra despedida con el sonido de los
pasos.
Él, no dejaba de sonreír y escribiendo en nuestra mente
sus recuerdos,
dejó que lo viéramos la última vez.
El pueblo parecía una fiesta.
Muchas personas abrazaban nuestro cuerpo
y se quitaban el sombrero cuando abríamos la puerta a la
nueva dimensión.
Han pasado algunos años,
pero padre vuelve cada noche en nuestros sueños,
y me deja verlo en los ojos de mis hermanos,
en algunos de sus gestos, en la forma de sus manos,
en mi forma de pensar.
Yo, lo arrullo como a un hijo,
mientras madre le susurra cada vez que vuelve al pueblo.
ECOS
¿Qué es el canto de los pájaros Adán?
Jaime Sabines
En el silencio de la casa de mi infancia,
los pájaros aprenden a cantar.
A lo lejos, las sierras que cortan los árboles de la
montaña,
también lo hacen.
Los pájaros dicen que es el canto de la muerte,
que les aúlla cerca.
Pero están tranquilos,
esa sierra no va a venir por ellos.
La casa y los árboles viejos los resguardan.
A mí me pasa lo mismo.
Me oculto en esta casa para aprender a cantar,
para escabullirme de la muerte.
TERRONES
Para Pedro, mi hermano padre
Parecía un niño envuelto en la mantita de la fragilidad,
en la yugular se leía un desierto
una página en blanco y ese miedo que alcanzaba a provocar
su sueño.
Su color nos llamaba a un abrazo,
elemento demasiado lejano para los de nuestra raza.
Yo le toqué la frente escudriñando una posible fiebre,
así lo arrullé a mi manera, sin que pudiera percatarse,
el abrió los ojos y lo agradeció, cerrándolos al instante.
Pero su vida dejó de ser una pausa,
esfumándose entre nuestras miradas repletas de esperanza.
Todavía olemos su viaje sin retorno,
pero no cesamos de aguardarlo cada día,
para seguir viéndonos a los ojos,
tomar el café, ver esa bicicleta viva entre sus
manos,
o simplemente sembrar las semillas en silencio.
Amarrarnos el miedo de su enfermedad
y seguir juntos, como los terrones que se juntan en la
trocha.
PLEGARIA
Que su sonrisa no se contamine de recuerdos atascados en
la garganta
y pueda traspasar loe ecos de mi muerte.
Que su vivacidad hiera la raíz de la montaña
y perdidas cantemos con el ron de la noche
hasta las orillas de sus acantilados para renovar el
sueño.
Que su candor nos persiga hasta la jaula de los huesos,
e invada al ángel perverso de nuestra conciencia.
Que el colibrí que duerme en su vientre
retumbe en el laberinto de sus miedos, nos muestre la
magia de los llantos
y nos cuente la historia de nuestra juventud.
Que su abrazo se mantenga abierto al holocausto de la
distancia,
al corazón podrido del olvido,
destrozando las aldabas del silencio.
Para Dayana Guevara
SALÓN DE ARTES ESCÉNICAS MAURICIO GRILLO
CORTÉS
“Para que exista un salón de cultura, solo se
necesita un muerto
bien
reconocido, que le pueda dar su nombre”.
En este salón hay un muerto hace días
que no deja de oler a blanco y negro.
Me da la bienvenida desde su feliz y pequeño averno,
y riendo de su hazaña me arranca las palabras,
extendiendo una alfombra de recuerdos
para que tenga más agallas al entrar.
De una botella casi vacía me ofrece un trago imaginario,
invitándome a celebrar la desdicha.
Esa desdicha de saberse dueño de un espacio
que ya no podrá ser compartido.
Feliz, me arranca los zapatos
y agarrándome con fuerza me lleva a recorrer cada rincón,
para que pueda sentir la hermosa cerámica del piso.
Se vuelve a morir de la emoción al señalar esos grandes
ventiladores,
perfectos para los acalorados debates,
de lo que en esencia podría ser el arte teatral.
Libera una estruendosa carcajada.
Ahora, extiende sus brazos,
gira y gira como una bailarina,
como un bufón,
como un viejo director que anhela un pedazo de salón
para ensayar una obra sin aplausos,
como el muerto que ya nunca dejará de ser.
Dejo los zapatos y salgo lentamente, sin querer pisar la
alfombra.
Exprimo la tristeza en esa botella y me voy sin poder
voltear a verlo.
Para
Mauricio, gran amigo y único director.
DESPOJO
Es el momento de huir para arrancarme el miedo,
desgarrarme las ropas porque se me da la gana
y hacerme el amor en medio de la calle.
Prender una hoguera y arrojar al fuego todos mis bailes,
todas mis noches, todos mis besos,
para que se arruguen y puedan consumirse.
Para que por fin pueda llamar la atención.
Mi atención.
Me canso de ser este miserable y pequeño fantasma
hecho de recuerdos sin alma,
que va con las manos llenas de sangre,
al haberse asesinado tantas veces en este jardín de
puertas cerradas.
No espero más.
No me queda más.
Es el único sueño que tengo.
¿Qué otro sueño puede quedarme?
Excelente
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