NOS DA MIEDO QUE LLEGUE LA NOCHE



Han sido muchas las ocasiones a lo largo de estos años que llevamos haciendo el ejercicio de pensar el concepto de ciudadanía en su relación con la memoria en el escenario del conflicto, en que se logran recoger testimonios desgarradores o fulminantes que nos han conmovido demostrándonos que aún somos humanos. La memoria vuelta testimonio conmueve, y eso lo logra el relato de JAV, un estudiante que pasó hace años por nuestras aulas, en QUEBEC, y que se ganó un premio por esta crónica (o Quebecrónica) como la llamamos nosotros. Hoy deambula en el sur del país con ganas de seguir hasta Argentina y, desde allá, nos dio el permiso de publicar el relato. Ojalá consiga conmover a alguien más porque a veces parece que este país no tiene remedio. JAV también era un gran dibujante como lo prueban algunos de los bocetos que hizo mientras estudió en nuestras aulas... Esperemos que el destino le depare realizar sus sueños.  

Es la primera vez en 5 años que no podemos sacar nuestro Museo a la Plaza de los Libertadores... Por eso estamos haciendo de las redes, aliadas en este esfuerzo de hacer pedagogía de la memoria y de la paz, a propósito del 9 de abril, Día nacional de la memoria y de la solidaridad de las víctimas del conflicto. Sabemos que es un grano de arena en este desierto ruidoso que es la internet, pero también sabemos que siempre leen los que son y que poco a poco se logra desalambrar... y que piedra a piedra se levantan los muros de una casa. 
MFP
   






NOS DA MIEDO QUE LLEGUE LA NOCHE


Por JAV 

(y MP)


Para Claudia Carolina, 
a quien le mataron a su padre y a su hermano, 
y quien también es desplazada como nosotros, 
y como otros 8 millones de colombianos 
y contando...

A muchas personas les da miedo oír de dónde vengo; a los que conocen la región o la historia de este país, escuchan los murmullos que encierran las palabras de donde provenimos y algo les pasa por la mente; a mí esas verdades que están bajo el silencio, me dicen que es duro nacer en Colombia, y los murmullos brotan al retomar mi historia.


Nuestra niñez empieza en un pueblo en el que manda la guerrilla. Recuerdo aquel día; los pasos de los soldados se escuchaban como cascos de caballos o el ruido de las armas al desenfundarse. Afuera tomaban la vida de una persona; eran las 9:30 de la noche. Esa noche cenábamos en familia, y la guerrilla y el ejército se enfrentaban. En la esquina de mi casa pusieron una tirolesa para pasar cilindros bomba y, mientras soñaban las balas en las paredes, mis padres me abrazaban fuertemente, nos abrazaban a mí y a mis hermanos. 
A los pocos días una bicicleta-bomba despedazó el cuerpo de un adolescente y con él, el alma de varias familias. Yo creo que lo que hemos discutido en clase es cierto, y aquí se mata tanto para que al final la muerte ya no nos incomode.
El siguiente episodio que recuerdo fue un domingo; íbamos con mi hermano en bicicleta al negocio de mi madre; ella nos daría la comida para llevar a la casa. Mi madre y mi padre atendían un negocio de comidas rápidas; así nos ganábamos la vida en medio de esa angustia. De regreso unos motociclistas salieron armados de un bar, pasando junto a nosotros y nos empujaron haciéndonos caer de la bicicleta; en ese mismo momento se escucharon unos disparos y los gritos de unas personas que estaban tomando en aquella cantina. Asesinaron a siete personas. Nosotros vimos los cuerpos; la sangre en el piso como un río denso que hace que los cuerpos sean piedras de una corriente miserable.


Me reto a contar esto porque creo que es necesario que la gente entienda que hay que darle posibilidades a la paz… y entonces me doy cuenta de que lo más duro de contar es lo que sigue:
Mientras estudiábamos en el colegio, no faltaban los compinches; esos amigos con quienes hacíamos pilatunas y nos portábamos mal, porque la verdad ¿es posible estudiar mientras la violencia y la muerte acechan? Un día nos fuimos para la parte de atrás del colegio porque allí había un caño, un río para bañarnos, ¿entienden? La guerra es el cauce del río torrencial de la sangre intentando llevarse los cuerpos de los que morían; ese mismo río que negaba a Heráclito y que refleja el rostro de nuestro país, y nosotros buscando un río distinto para meternos y limpiarnos un poco esa historia que no quiere irse, aunque quisiera. Lo triste es entender, años después y ya lejos, que la sombra de la muerte estaba también en nuestra escuela.
¿Algunos se preguntarán por qué? Y pues, lo que pasa es que el colegio lo construyeron sobre un viejo cementerio, y eso debió servir de imán o algo así porque tiempo después, los soldados tomaron el colegio como base para enfrentarse contra la guerrilla, así que algunas zonas del lugar estaban minadas.


La guerra se ha llevado la vida de muchos amigos. Eso es duro; sé que no parece porque estamos tan acostumbrados a esta violencia que eso ya no nos dice nada, pero lo repito y sé que debería conmoverme, “la guerra se ha llevado a muchos de mis amigos”.
En el colegio, el papá de un amigo trabajaba como celador, y ese día sucedió algo extraño; la noche llegó tan silenciosa que hasta los grillos dejaron de cantar, hacía frío y el viento era tan fuerte que apenas sí dejaba correr a un niño de 6 años. El niño corría a ver a su padre y murió al pisar una mina; eran las 8 de la noche. En el velorio, fue duro ver a la mamá abrazar el cuerpo del niño; no sé si las palabras “con-el-alma-destrozada” sirvan para algo; o no sé si contar que no dejaba de llorar, y que esas lágrimas inundaban todo como otro río. Ver a una madre agarrar a su hijo que duerme en un ataúd es algo que un país decente no tendría que pasar; ella le habla, le dice que no la deje, que se quede y la acompañe… y entonces al niño se le desprende un bracito... Y la rabia y la impotencia en nosotros crece, como otro río furioso al que le pedimos que se lleve todo; pero no; ante algo así ¿qué podemos hacer? ¿qué podemos decir? Es mejor seguir viendo los programas estúpidos que dan en los canales nacionales o dedicarse a revisar el celular cada 30 segundos para huir un poco de este país tan inhumano.


Luego, un día, ya lejos, en alguna película o en alguna conversación, escuché algo que me puso a pensar y que me hizo recordar ese suceso miserable: si un hijo pierde a sus padres, el hijo queda huérfano; o si un hombre pierde a su mujer, enviuda (y viceversa), pero si unos padres pierden a su hijo, no hay palabras para explicar ese vacío que queda… Y no dejo de pensar en las palabras que expliquen que al ver ese bracito veo a este país mutilado dirigido por unos dementes que insisten en que todos tengamos que pasar por eso. Nos mutilaron la conciencia y la encubrimos con una religiosidad mediocre, de rezanderos sin conciencia y sin fe.
Ahora no hay noche que no se escuche el estallido de una mina o el disparo de un arma. Vinimos a estas tierras boyacenses huyendo de esos sonidos que acompañaron nuestra niñez. Vivimos entre la guerra y la muerte caminó junto a nosotros, y por eso, cuando en el salón hablamos de la guerra y hay compañeros que ven las cosas como un tema más que puede omitirse o despreciarse, uno sabe que no entienden, que no tienen idea de lo serio que es creer en alternativas distintas a la violencia. Eso que vivimos nosotros lo viven los indígenas, los afrodescendientes, los pobres y los líderes de las comunidades; y lo viven mientras todos vemos tv.
Pocos conocen el horror que puede producir una mina; eso debería hacer recapacitar a las FFMM, a esos generales que envían a sus hombres a batallar sin pensar en que a lo mejor la vida de cada uno de ellos valga más. Si un proceso de paz funciona, decenas de militares continuarían con vida, con su cuerpo intacto; pero nos vendieron el cuento del honor, y la guerra se volvió un negocio miserable.
Otro día caminaba una familia: esposo, esposa y niño; caminaban hacia su motocicleta porque estaban divirtiéndose un fin de semana y querían salir del pueblo. Cerca de la moto había una mina. Estalló llevándose la vida de la señora y del niño; los cuerpos regados por ahí, y el dolor de ese hombre al ver lo que amaba, desvaneciéndose en el aire. El hombre vio su vida destruida por una mina.
A nosotros también nos llegó el terror, pero por carta. El papel decía que, si no desaparecíamos del municipio en 24 horas, nos asesinarían. Algunos se preguntarán por qué. Y lo que pasa es que mi madre en ese entonces tenía un hermano que prestaba servicio en las fuerzas militares y cuando la guerrilla se enteró, nos amenazaron.
Huimos a Boyacá, pero la gente nos decía guerrilleros al enterarse de nuestra procedencia. ¿Entienden la injusticia? Ya luego llegamos a Duitama. Mi madre aún trata de construir una vida nueva porque es una guerrera y lucha por nosotros. Yo decidí volver para mi pueblo porque creía que todo había cambiado y dejé a mi mamá con mis hermanos; sin embargo, fue duro entender que todo seguía igual y hasta peor. Todas las noches asesinan a una persona; y dejan notas en los postes de la luz en las que dicen que no se responde por el asesinato de inocentes. El pueblo era el mismo pero la gente no; ya los amigos eran pocos y no se sabía si habían huido, los habían reclutado o los habían asesinado. 
A mí me recibieron con un muerto a los pocos días de volver. Yo estaba acostado y sonaron algunos disparos. Las personas salieron a ver a quién habían matado. Era un “costeño” que arreglaba televisores y electrodomésticos y era padre de una niña de 12 años. ¿Qué decir? ¿Qué pensar? ¿Cómo será la vida de esa niña desde entonces? Tener que cargar con eso, con el dolor de tener que aportar con la estadística miserable que satisface a quienes se lucran de la guerra.
A los soldados les daba miedo estar a altas horas de la noche fuera del batallón. Y si a ellos les daba temor, imagínense al pueblo. Los homicidios son el pan de cada día; aunque ahora se toman la molestia de matar en las afueras para que la gente no se reúna a ver al muerto. Ya se hicieron normales los disparos, las explosiones y los cadáveres. ¿Será que lograron insensibilizarnos definitivamente? En el pueblo lo que pasa ya es normal.
Otra práctica atroz que motivó la partida de muchas familias, fue el reclutamiento forzado. Muchos muchachos y muchachas dejaron de ser campesinos en potencia para volverse soldados a las malas. Eso me convenció de volver junto a mi madre y de ponerme a estudiar. Mi papá si se quedó por allá y me pidió que no volviera porque le habían dicho que iban a matarme, por culpa de unos chismes. Esto que cuento no es nada… algún día si tomamos fuerzas y contamos la historia de mi madre; ella tuvo que caminar entre los muertos. Dejemos hasta aquí por ahora; pueden volver a su rutina, rezar y votar por los que quieren que este horror continúe porque los muertos siempre son otros.

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