EL PROFESOR CIERRA LOS OJOS
Me dicen que la profesora ha sufrido un colapso nervioso y que anda de psicólogo. Es un fin de semana y a su whatsapp siguen llegando preguntas, reclamos, imágenes, solicitudes, cobros, amenazas, regaños, publicidad y en unos minutos, esta publicación que es para ella y para los profes que en este momento cierran los ojos... La esencia del texto se mantiene y puede relacionarse con lo que sienten muchos profes a lo largo y ancho del país; sobre todo aquellos que asumen este trabajo con vocación, compromiso y responsabilidad, lejos de la motivación netamente económica; es decir, no son empleaditos más, son los profes que piedra a piedra permitirán que las generaciones futuras de ciudadanos dejen de comer entero y se atrevan a pensar; a lo mejor en ellos persista la esperanza. Un saludo a esos maestros en el sur... Y si hay forma, háganles llegar estas palabras...
MFP
EL PROFESOR CIERRA LOS OJOS
El
profesor cierra los ojos. Está agotado. Piensa en el momento en el que se metió
en esto. Sonríe. No es para tanto (¿En verdad no es para tanto?). Comprende que
ser profesor implica un diario ejercicio de reflexión sobre lo que significa
entrar a un aula: ese espacio de construcción de sentido, ese espacio de
construcción de lo humano. Se olvida del mundanal ruido; intenta recordar la
imagen de su maestro favorito, aquel que se alejaba del concepto de profesor, o
de docente, o de “facilitador”, (uno de sus jefes insiste en llamarlos así,
porque las nuevas teorías dicen que así hay que llamarlos ahora). El profesor
está cansado, imagina a Sócrates, -no como “corruptor” de menores sino como
“facilitador”-; imagina a Cristo rodeado de algunas personas, lo imagina como
“facilitador”, luego como profesor, finalmente como maestro, sobre todo cuando
dicen que dijo: “mi reino no es de este mundo”.
Intenta
recordar a sus maestros de escuela o de colegio; uno que otro resalta en su
memoria; había una profesora que golpeó a un par de niños con un palo de rosa;
hubo otro que hizo lo mismo con un compañero de curso (incluso a él lo golpeó
en dos oportunidades: puño en esternón). Uno más fue alcalde de la ciudad. Otra
se negaba a darles onces a los estudiantes que pensaran. A los demás se los
tragó el olvido. Se concentra en los que se alejaban de ser olvido y
tristemente confirma que comienzan a desvanecerse. Los defiende; debieron ser
importantes para alguien, para algún estudiante. Les reconoce el valor de
haberlo soportado en clase; en soportar su inmadurez, su lento crecimiento
espiritual. Luego, pasa a la Universidad. Allí sí hubo un maestro que se
encumbró sobre los demás profesores. Era caleño y era poeta; contaba que había
sido alumno de Estanislao Zuleta.
Se
repite aquella conclusión: ser profesor implica un diario ejercicio de
reflexión sobre lo que significa entrar a un aula: ese espacio de construcción
de sentido, ese espacio de construcción de lo humano, a través del poder de la
palabra.
El
profesor cierra los ojos. Está cansado, pero debe continuar. Tanto por
calificar, por corregir, tantos formatos por llenar. Además, debe dedicarle
algo de tiempo a su familia. Se imagina a Sócrates llenando formatos (castigo
para un ágrafo); se imagina a Aristocles llenando formatos, se imagina a uno de
sus estudiantes estrella -Aristóteles- llenando formatos. Recuerda haber leído
en algún libro que Aristóteles tenía unos 16 años cuando conoció a Platón,
quien a su vez conoció a Sócrates. Se pregunta: ¿En qué momento ser maestro se
volvió llenar formatos? Quiere continuar leyendo la novela de Padura; le
dijeron que es mejor que cualquier libro de Isabel Allende; quiere leer algún
libro de pedagogía, aunque uno de sus compañeros le dijo que “la pedagogía se
la habían inventado para los malos profesores”; quiere ver la película que le
prestaron y que le va a cambiar la vida. Piensa que la escuela sería mucho
mejor si profesores, directivos y estudiantes, tuvieran derecho a ver al menos
una película a la semana: ¿cómo cambaría la visión de mundo de docentes y
alumnos con 40 películas al año? El cine
como estrategia para taladrar la rutina. Ahora lo entiende, o cree que concluye
algo: sus mejores maestros fueron esos con los que siempre estuvo solo,
puliendo sus demonios, sus fantasmas interiores, los que lo atravesaron con el
asombro. Comprende que, si en ese momento tuviera que elegir a un maestro, éste
sería Carl Sagan o quizás Condorito; aprendió mucho de ‘Cosmos’: lo asombraba.
Condorito era el humor, y a veces la ironía. Asombro, humor, ironía… ¿Y si el
gran Carl Sagan le hubiera dado clase en el aula, él, como estudiante, se
habría dado cuenta? Delira. Fantasea. Eso hacemos los seres humanos todo el
tiempo. Recuerda que su mejor maestro de la universidad terminó siendo su
amigo, y que las conversaciones que sostuvo con él eran más productivas que
muchas clases magistrales de otros docentes. Esa es otra clave. El aula: ese
espacio de construcción de sentido, ese espacio de construcción de lo humano…
se dignifica a través del diálogo. Pero en una educación diseñada a tal punto
que pareciera evidenciar que a través de los formatos cultiva un acelerado
fetichismo temático, ¿cómo acercarse al diálogo?
El
profesor abre los ojos. El asombro y el humor. Piensa que debe intentar en las
semanas que vienen ser como Carl Sagan mientras busca alguna sonrisa; mientras
cumple el papel de “facilitador”; mientras algunos de sus estudiantes fuman
marihuana en los baños, o andan conectados todo el tiempo, explorando múltiples
formas de alienación. Mientras hace el papel de portero, enfermero, psicólogo,
chofer, prestamista (algunos alumnos le deben dinero), y hasta de sparring de
alguno de sus compañeros al que le cayó mal desde el principio porque vio su llegada
al colegio como una competencia o algo así… “Ese es el sino del poeta”, habría
dicho su maestro de universidad, y luego habría citado a Borges o a Zuleta, o
sabrá Dios a qué otro sabio; quizás habría citado el mismo refrán que utilizó
Sagan en El mundo y sus demonios (1995):
“Enciende una vela en lugar de maldecir la oscuridad”. Ahora recuerdo que, en
el prefacio de este libro, Sagan destroza a sus docentes; solo valora a algunos
de los que le enseñaron a nivel universitario.
El
profesor cierra los ojos; mientras el tiempo pasa y piensa que debe hacer lo
posible para que a él no le suceda lo mismo… es decir, no quiere ser olvido en
la mente de sus estudiantes. Se repite aquella conclusión: ser profesor implica
un diario ejercicio de reflexión sobre lo que significa entrar a un aula: ese
espacio de construcción de sentido, ese espacio de construcción de lo humano, a
través del poder de la palabra.
Artículo
escrito para Palabra Maestra en el 2016
Respaldo total.
ResponderEliminarUna gran reflexión para el incesante adoctrinamiento. 👍🏻
ResponderEliminar