UN RECUERDO SANTERO DE CELINA GONZÁLEZ
La vida en realidad es como una cuarentena solo que no nos damos cuenta. Y más en Colombia; ese país que es un círculo del infierno de Dante en el que los policías matan a garrote de vez en cuando a alguien y en el que los asesinos matan niños o fusilan a los hijos de re insertados en procesos de Paz que se detestan porque la guerra ya es nuestra forma de vida (hasta que aparece Zuñiga... ese policía en el sur dando una lección)
Y en ese país indolente hasta la banda sonora es impuesta y ya nos convencimos de que esos cantantes pregonados desde el consumo, son lo que nos gusta escuchar... Determinaron hasta la banda sonora de nuestras vidas y ni nos mosqueamos.
Hasta que llega el maestro y nos trae a Celina y Reutilio y tantas otras tantas músicas. ¿Qué hubiéramos hecho sin el maestro? Ahora cada vez que este país oprime... pongo esas músicas y recuerdo que llegaba a mi casa en Tunja, allá en mi barrio pobre de calles sin pavimentar, y en su carro, con la música a todo volumen, departíamos con un buen trago, la amistad y la conversación... Y hablamos de poesía y éramos felices mientras la muerte nos miraba desde las araucarias o daba caza a algún colombiano...
Ha llegado el momento de compartir estas músicas que delimitaron el cuerpo de las despiertas, de Paty, de Clarice, de Tachy (quien no agarraba el paso o quien descubrió otras formas de la danza)... De las presencias angelicales de entonces, mientras discutíamos si el poema de Paz le ganaba al ensayo de Gutiérrez Girardot y llamábamos a los amigos ya contagiados de academia a ver si les inyectábamos un poco ce vitalidad de la mano de Celina y Reutilio... Ahora la Casa de Yagua andará vacía... o, a la espera mejor... y hacia allá vamos a leer con un buen vino o un buen aguardiente o un buen ron, estas palabras del poeta... a quien agradecemos por permitirnos publicarlo en nuestro blog.
MFP
UN
RECUERDO SANTERO DE CELINA GONZÁLEZ
Para
Guillermo Bustamante y Alejandro Ulloa
en
santería
Por los días de la gran timidez, quiero
decir esos años eternos del acné, gallos en la voz que se acomoda a su nuevo
estatuto de hombre y veleidades hormonales que más de una pena nos infligió en
sociedad, apareció, como de la nada, Ángela Palomares, una trigueña del Cauca,
con lunar en el rostro y piernas monumentales. Verla era sufrir un poco, había
que hacerle esguinces de calle, inventar escaleras para mirarla en las noches,
iluminada por un tenue farol. Los días, como si nada, igual, los meses. Parecía
que las palabras se habían fugado como pájaros ariscos. Verla era palidecer,
tragar saliva y no saber qué decirle a sus ojos profundos, a su cabello, muy
negro y ondulado, en los crepúsculos de una ciudad de catedrales blancas y
poetas atrapados en cada alcázar. Ángela Palomares flotaba en una atmósfera de
misterio inalcanzable.
Cuando finalizaba el año 67, las doce
campanadas tocaron el advenimiento del nuevo; sonaron tres golpes fuertes en mi
casa, diagonal a la suya. Dios me ampare: era Ella, poderosa como un oleaje en
el rostro. Dijo con una voz robada del Paraíso: vengo a desearte el feliz año y
a que bailemos esta canción. Traía un acetato de 78 revoluciones. Trémulo,
alelado, disparado hacia la vieja radiola coloqué el incunable. Tres vinos
previos me envalentonaron un poco, así que tomé a mi princesa por el talle y
bailamos Santa Bárbara Bendita. Creo que Changó vino en mi ayuda, y con él toda
su santería, porque cumplí, de manera más que honrosa, ese lance furtivo que me
obsequió la vieja noche del milagro. Finalizada la efímera e infinita rumba me
estampó un beso, entre labio y mejilla y dijo lo que suele decirse para la
ocasión. Fugaz, como un ave exiliada, atravesó el corredor hacia su casa, llena
de misterios. Sobra decir que en los próximos 365 días se repetiría mi soledad,
mi absoluta cobardía para conquistarla, pues tenía un absurdo contrargumento:
no sabía qué decirle, así que prefería verla, de manera subrepticia. Ella,
entretanto, repitió su hazaña los tres nuevos años siguientes, fecha que se
volvió emblemática para mí, resignado a escribirle mis primeros cuadernos de
versos, en una suerte de sublimación secreta de ese amor primerizo, salvaje,
cobarde y fugitivo. Ángela Palomares me hizo amar a Celina (y por contera, a
Reutilio), a quienes cada vez que escucho, les agradezco la humedad que ponen
en mis ojos y el temblor que arrecia en algún rincón de lo inefable.
Celina se apaga, dice la escueta nota de
algún periódico de provincia; a su lado, una fotografía de la cantante, ya
octogenaria, con el gesto y los ojos perdidos en el sinfín de una pared. La
observo como quien estruja un fósil y una energía singular me recorre la
médula. Yo bailé su música, a principios de los 60, niño aún, antes de Ángela
Palomares, asomado a esas santerías que no entendía pero que viajaban desde el
zaguán hasta el patio, desde la cocina a los corredores con novios y veraneras.
El culpable fue Pedro González, un negro del Cauca, a la sazón, compañero
sentimental de una prima de mi padre. El hombre llegaba con sus acetatos (long
plays, decíamos) de música cubana y puertorriqueña, a los bautismos y
matrimonios, grados y cumpleaños, de los barrios populares de la ciudad; otras
veces, eran las parrandas familiares, el título del equipo amado, o las pascuas
de semana santa o navidad. Cualquier cosa era un motivo para “castigar
baldosa”, así que por esa pasión melómana llegaron a mi oído las congas de
Matamoros, las bombas y las plenas de Cortijo, las guarachas y boleros de la
Sonora Matancera, los sones y danzones de Aragón, el trío La Rosa y los
Guaracheros de Oriente, los mambos de Pérez Prado. En los intervalos un
“celinazo” venía bien, era una efusión entre mística y pagana, porque Santa
Bárbara y Changó se fundían en los acordes del tres cubano, con fondo de
percusión. Qué voz más cristalina, qué cadencia sensual, qué ritmo entre
tambores.
Con Celina González dimos los primeros
pasos en las baldosas combinadas, ensayamos las incipientes declaraciones de
amor, cuando le susurrábamos a la pareja: oye pedacito de mi vida yo te lo suplico mi amor, no hagas desdichado
a mi corazón.
Después de las rumbas familiares, que
duraban una eternidad, por allá en los días azules de diciembre, con olor a
juguete y ropa nueva, esas músicas, cocidas en el barrio, igual que el sancocho
de río, nos empezaron a perseguir en otros sitios: desde el teatro popular,
antes de la película, hasta los kioskos, donde se tiraba paso de sol a sol,
pretexto para que la Flaca y el Carnicero, se lucieran como antílopes en
floración. Luego, en el bus urbano, con estribillo de locutor estentóreo, hasta
las discotecas y luego, viejotecas, a donde llegábamos, los menos catanos, a
ver danzar a los virtuosos, con guayabera y zapato combinado.
Si Celia Cruz fue la reina–rumba de las
noches, Celina sintetizó nuestra piel campesina, o guajira, como dicen los
antillanos, porque nos removió el santoral católico en sincretismo con las
deidades africanas. Sus tonadas son sencillas, jamás simples, llenas de color y
de paisaje; expresan el amor y el trabajo, a veces la seducción, como en esa
pieza memorable, creo, la primera en la que una mujer busca seducir a un
hombre: Cita en el Platanal; a veces, una contra para la brujería: me tenían
amarrá con p, me tenían pero me solté, cuando no, una plegaria a la Virgen del Carmen
o a la Caridad del Cobre.
Canta –así en presente– la señora
Celina, con su esposo Reutilio, a puro son de vida, a ritmo de cosas
cotidianas, con sus vestidos floreados y ese chorro de voz que sigue cayendo en
nuestro patio para hacer florecer nuestros imaginarios. Qué bueno, qué bueno,
baila Celina, dice una de sus tonadas, qué bueno, que siga bailando y cantando
en medio del desierto, digo yo, atado a estos amables recuerdos.
Celina González siguió la rumba y el
rumbo de una tradición centenaria: “La Habana fue como lo ha sido siempre todo
puerto marítimo muy frecuentado, famoso por sus diversiones y libertinajes, a
los que se daban en sus luengas estadas la gente marinera y advenediza de las
flotas junto con los esclavos bullangueros y las mujeres de rumbo, en los
bodegones de las negras mondongueras, en los garitos o tablajes puestos por
generales y almirantes para la tahurería… cantos, bailoteos y músicas fueron y
vinieron de Andalucía, de América y de África, y la Habana fue el centro donde
se fundían todas con mayor calor y más polícromas irisaciones” (Alejo
Carpentier: La Música en Cuba, 5r, 2004, FCE, p. 59).
Sincretismo, encuentro de culturas,
diálogo sostenido, allende los mares, para que nuestros rituales de iniciación
tuviesen esa impronta que huele a caña, a solar, a casa de yagua, a tambor
pregonero, a voz insular, resonando en la memoria.
"Ritmo, tambó y flores". La eterna compañía de la música. Texto sentido y excelso. Como siempre. https://youtu.be/n4NLcCEqJMw .
ResponderEliminarExcelente
ResponderEliminarQue buen maestro de la literatura.
ResponderEliminarEvocar la sonrisa de aquellos pequeños en hogares brillantes. Y en tardes pletoricas de felicidad. No solo fue que viva chango, también eufóricos nos contagiamos con los goles del América y el cali. Si recordamos lo bello, el presente corona tu amistad y la mía. Gracias primo
ResponderEliminarQué bello texto,homenaje, está especie de poema en prosa sobre el amor y sobre Celina González y su música...Dos ángeles azules guiados por Changó para juntar al poeta y su amada de cristal, bendecidos por Santa Bárbara bendita
ResponderEliminar.,.Que viva Changó....Que viva el poeta....( A.Ulloa )