UN AMIGO FUERA DE LO COMÚN

Toby y Aragon. Fotografía de Alexander Estupiñán
El Maestro Jorge Eliécer Ordóñez señalaba en alguna ocasión que el perro domesticó al hombre, lo humanizó... y aún falta por supuesto, por eso son tan geniales este tipo de testimonios. gracias a Norbey por compartirlo con MNEMÓSINEQUEBEC.  Tomamos fotografías de un trabajo sobre los perros callejeros elaborado por Manuel Vargas Suárez que volveremos a compartir en próximas entregas.


UN AMIGO FUERA DE LO COMÚN

Norbey Alejandro Nossa Martínez

Los perros no son todo en nuestra vida,
pero ellos la hacen completa.

 Roger Caras


Norbey y compañeras de la UPTC (Duitama). Instalación Museo de la Memoria
5 de junio del 2017
No hubo deseo más fuerte en mi infancia que poder tener una mascota; específicamente un perro.

Varios fueron mis intentos por convencer a mis padres para que me dejaran tener un perrito; aunque lo pedí con insistencia siempre obtuve como respuesta un NO; así que me tenía que conformar con llegar a casa de mis abuelos y poder jugar un rato con los perros que ellos tenían; fueron varias las mascotas que tuvieron, entre esos, varios que me habían regalado a mí pero que por la prohibición de mis padres para poder tenerlos en casa, tenía que llevarlos para la casa de mis abuelos; allá ellos se encargaban de darles los cuidados necesarios.

Recuerdo perfectamente cada perro que hubo en casa de mis abuelos;  “Rina”, una perrita color amarillo, bastante juguetona; la recuerdo a pesar de que para ese entonces, yo tenía unos 4 años;  recuerdo a “Káiser”, un criollo color negro que uno de mis tíos empacó en su maleta y se lo llevó cuando estaba en grado once; estudiaba en Cuitiva, un pueblo pequeño ubicado unos kilómetros abajo de Tota, nuestro pueblo; recuerdo haber visto a mi tío bailar con ese perro en alguna de las reuniones familiares.

 Son varios los perros que recuerdo, entre ellos están “Bruno”, “Aquiles”, “Rambo”, “Toby”, “Tony” y un cachorro negro del que no recuerdo el nombre pero que fue el último que llevé a casa de mis abuelos.
 
Toby disfrazado de Thor. Fotografía de Alex Estupiñán
Son varias las anécdotas con estos perritos; recuerdo uno en especial, “Aquiles” un cachorrito cruzado con Golden Retriever tuvo que soportar un buen susto por mi imprudencia; tenía 12 años, estaba aprendiendo a manejar auto, mi padre tenía una pequeña camioneta color gris; una tarde mi padre me mandó a “calentar el carro” puesto que era algo viejita y tocaba “chancletearla” para que prendiera; la camioneta estaba parqueada atrás de la casa de la finca; aún no sabía manejar y en medio de mi inocencia intenté darle la vuelta al carro; al hacerlo monté el carro sobre un poste de madera y un montón de gravilla; el perro estaba en la parte trasera junto con mi hermana; creo que a ese pobre animalito solo le faltó orinarse en la cojinería del carro, y a mi padre solo le faltó pegarme; obviamente no fue necesario; el regaño me dejó aturdido durante una semana y sin derecho a seguir aprendiendo a conducir como por 2 meses; en fin, pobre Aquiles y pobre chofer.

Fotografía de Manuel Vargas Suárez
Muchos de esos perros se murieron; unos porque se enfermaron cuando cachorros; y sin un veterinario cerca, no hacían mucho efecto los remedios caseros; otros fueron asesinados cuando crecieron por “personas de mala fe” quienes piensan que toca envenenarlos.

Por cuestiones de la vida mi padre tuvo que cambiar su lugar de trabajo; entonces no estaría en la casa de lunes a viernes; aprovechamos esa oportunidad para poder tener una mascota. La primera que tuve fue un pollito, parece raro pero sí! un pollo; me lo había ganado en una rifa en el Pantano de Vargas, durante un concurso departamental de bandas sinfónicas al cual asistí con la banda de mi pueblo; recuerdo que la rifa tenía un valor de $500, consistía en sacar una pelotica de una bolsa; las había de varios colores y de acuerdo al color se recibía determinado premio; saqué una pelotica blanca por el cual me gané un pollo, otros de mis compañeros también ganaron pollos, pero los de ellos no pasaron de esa noche; algunos duraron hasta 3 días pero al final murieron; eran demasiado pequeños; ni una sola pluma tenían.

En recuerdo de Chepe, una Chepa
Esa noche tan pronto llegué a casa, tomé una casa de madera a pequeña escala que había hecho como trabajo para el colegio; de igual manera tomé un trapo y lo metí allí.

Allí estuvo alrededor de una hora mientras llegó mi madre; ella me dijo que ahí sentiría frío, así que lo pusimos en una caja de cartón y de “colchón” le pusimos lana de oveja; de comer le dimos arroz perlado, de ese que le echan a la sopa.

Al siguiente día corrí al patio de la casa para ver si mi pollito había amanecido vivo; efectivamente sí; lo cuidé por un buen tiempo, tanto que parecía un perrito; corría detrás de nosotros, lo sacaba al parque, debíamos tener cuidado al caminar debido a que por su tamaño podríamos pisarlo; lo llamábamos “Chepe”, aunque pudo haber sido “Chepa”.

Así lo tuve por varias semanas, vivía en su caja de cartón con su colchón de lana de oveja; después de un tiempo decidí llevarlo para casa de mi tía pues ella tenía más pollos por lo que vi viable que se criara allí mientras crecía para luego hacer un buen sancocho.

Fotografía de Manuel Vargas
Por desgracia debido a esa costumbre de irse tras los hombres, un día se salió de su corral, se fue siguiendo a alguien y fue encontrado al siguiente día pero sin cabeza; triste final el de Chepe.

No puedo negar que me dio tristeza cuando supe el triste final de Chepe; pero bueno; así es la vida; ese pollo no era para un sancocho…

Pasó más de un año antes de que volviera a tener una nueva mascota; mi mejor amigo me dio como regalo un perrito; varias veces le platiqué que quería un perro; así que aprovechando que en su casa había nueva camada decidió darme uno.

Recuerdo que lo recogí camino a mi pueblo puesto que mi amigo vivía en Iza, a dos pueblos de distancia; ese día me encontraba -como todos los meses- cumpliendo una cita de ortodoncia en Sogamoso (bien conocida como la ciudad del Sol y del Acero); de regreso al pueblo, Andrés, mi amigo, me alcanzó el perrito al bus; recuerdo que me lo entregó en una mochila; así lo llevé hasta la casa. Tan pronto lo recibí, volví a mi puesto; me senté; lo puse sobre mis piernas sin sacarlo de la mochila, y lo llevé así todo el camino; confieso que mi mayor miedo en ese momento era que el perrito “mojara” mis piernas, pero eso pasó a un segundo plano cuando lo vi; en ese instante en mi cara se dibujó una sonrisa; recuerdo que parecía un osito de peluche; era negro con una mancha blanca en el pecho; ojo azules; la cola se le enrollaba en forma de espiral; su pelo era esponjado o como se dice, “coposo”; en fin, era hermoso…

Fotografía de Manuel Vargas
Al igual que con Chepe, tan pronto llegué a la casa, le armé su “casa”; bueno era una caja de cartón, con un trapito en el piso para que no sintiera tanto frío.

Durante la primera semana, no salía de su cama; casi no comía; parecía algo débil o más bien algo “tonto”; no sabíamos por qué razón era así; no sabíamos si estaba enfermo o si a lo mejor esa era su naturaleza; fue mi madre quien encontró la razón por la cual el animalito solo se la pasaba acostado; tenía tantos “bichos” que no podía de la debilidad.

Después, cuando llegué del colegio encontré al perrito bañado y con otro semblante; mi madre se había tomado su tiempo para darle su buen baño; no me lo esperaba, más bien ese día, iba con la idea de bañarlo.

Lo llamé “Rocky” por aquel boxeador que interpretaba Silvestre Stallone en la serie de películas que llevaba ese mismo nombre “Rocky Balboa”.

Fotografía de Manuel Vargas
Para los primeros días nuestra mayor preocupación era la cuestión de los excrementos, pero para fortuna nuestra resultó ser bastante educado y aseado; empezaba a dar vueltas por toda la casa, llegaba hasta la puerta y esa era la señal de que había que llevarlo al parque infantil que estaba junto a mi casa; en realidad parecía más un potrero; allí duraba un rato jugando y paseando con Rocky; poco a poco se fue convirtiendo en un fiel amigo, en un confidente, aunque sabía que no me iba a responder y que a lo mejor no entendía lo que le decía; aun así podía sentirme acompañado; cuando sus ojos se cruzaban con los míos podía sentir la fuerza del lazo que unía nuestras vidas, nuestra amistad.

Con facilidad se ganó el corazón de todos, hasta de mi padre, quien siempre se mostró frío en cuanto al trato con los animales.

Se convirtió en el compañero de mi madre puesto que ella permanecía sola; lo llevaba todos los días a la finca; allí ella pasaba la mayoría del tiempo trabajando; también se convirtió en mi despertador, ¡Sí!, parece extraño, pero así era; todos los días a eso de las 5:30 o 6:00 de la mañana, Rocky se sentaba frente a la puerta de mi habitación y empezaba a “llorar”; esa era la señal de que había que dejarlo salir al “baño”.

Vivíamos en un segundo piso; cierto día mientras subía las escaleras en compañía de mi hermana, “el viejo Rocky” cayó al vacío; por fortuna no sufrió ninguna lesión grave; merecía llamarse Rocky, duro como una piedra. Para ese entonces yo me encontraba acompañando a mi padre en su lugar de trabajo; en esos días mi madre, mi hermana y “el viejo Rocky” (así lo llamaba de cariño), viajaron al mismo lugar donde nos encontrábamos; allí nos quedamos unos días.

Fotografía de Manuel Vargas
El perro no se podía quedar solo en la casa; a cualquier lado que salíamos él iba con nosotros; teníamos un Renault 9; Rocky viajaba en la parte delantera, en el lugar del copiloto junto, con mi madre; Rocky se iba sentado en el piso del carro, y ponía sus manos o su cabeza sobre las piernas de mi madre; así viajó por un tiempo; después de que creció, empezó a viajar atrás y allí tenía todo ese espacio para él.

En una ocasión se llegó a enfermar; no comía y se adelgazó demasiado; tuvieron que inyectarlo, y por orden de mi padre tuvimos que aislarlo; tuvimos que  dejarlo solo en la casa de la finca; allí permaneció por 2 o 3 días mientras se recuperó; después volvió nuevamente a casa.

Son muchos los recuerdos que tengo sobre el viejo Rocky; desde risas hasta mal genios que me solía generar cuando siendo más de las 10 de la noche salía y luego era una odisea para lograr entrarlo a la casa; salía corriendo y empezaba a jugar entre los árboles, mientras yo congelado del frío no tenía más remedio que lanzarle piedras sin la intención de pegarle; solo era para asustarlo y que se entrara; pero era en vano; lo tomaba en juego y lo único que hacía era correr de lado a lado; se detenía frente a mí y con una mirada algo burlona nuevamente salía a correr; maldito perro, parecía que gozaba al verme de mal genio.

Los viernes en la noche; tan pronto escuchaba a lo lejos el carro de mi padre, corría hacia la puerta a esperar su llegada, tan pronto le abría corría hacia el carro, brincando o corriendo de la felicidad; en ocasiones entraba rápido, otras veces me la volvía a hacer y tardaba en entrar.

Fotografía de Manuel Vargas
El viejo Rocky dejó una gran huella en mi vida; y no sólo desde el punto de vista sentimental; tengo una cicatriz que prueba que también dejó una huella física; en mi mano izquierda quedó su marca para siempre; dejó sus dientes marcados para que tal vez nunca me olvide de él; aunque eso es imposible; así es; me mordió sin quererlo, fue un accidente.

El viejo Rocky tenía por costumbre y en modo de juego, agarrarse del pantalón; en una de esas ocasiones lo hizo con mi padre; empezó a correr y por desgracia le pisó una patica; pobre Rocky, en la fuerza de sus lamentos se sentía la magnitud de su dolor; yo iba atrás; lo único que se me ocurrió y porque mi padre me lo dijo fue agarrarlo para “sobarle” la pata; tan pronto puse mi mano sobre su lomo, se giró y clavó esos delicados dientecitos en mi mano; llanto inmediato fue lo que generó; dolió bastante; el susto sumado a que no me soltaba la mano nos impresionó… lo cierto es que ahí me quedó la marquita de por vida…

Después de un tiempo de vivir en el pueblo, mi padre renunció a su trabajo; tomó un préstamo y construyó una nueva casa en la finca; en semana santa nos mudamos; significó un gran cambio para nosotros; tener que madrugar un poco más para ir a estudiar, aunque la verdad llegaba más tarde viviendo a cuatro  cuadras del colegio.

Fotografía de Manuel Vargas
Fue un buen cambio para nosotros; la vida se volvió más tranquila;  para Rocky ni decirlo; tenía el espacio suficiente para correr y hacer sus locuras; al poco tiempo de que nos mudamos llegó un nuevo compañero para Rocky, se llamaba Baxter; para entonces Rocky dormía adentro puesto que a pesar de que había pasado más de un mes, la pereza no me había dejado armarle su casa; así pasaron varias semanas; en cambio el pequeño Baxter si tuvo que dormir afuera pues confundía la sala con el potrero dejando sus “regalitos” en cualquier parte.

En ese tiempo me alejé un poco de Rocky; solo los fines de semana pasábamos algún rato juntos; Rocky se relajó demasiado en su nuevo hogar, solo dormía o se la pasaba jugando con el otro perro que también se ganó su lugar en nuestros corazones.

De vez en cuando lo arrojaba en alguno de los pozos como para que se refrescara un poco; salía corriendo como loco por todo el potrero, revolcándose en el pasto para secarse, pero se veía feliz después de bañarse.

Era un buen chico, protegía la casa, muy amigable con nosotros pero algo furioso con desconocidos; causaba miedo a aquellas personas que llegaban a la casa; para mí era perfecto, tan cariñoso y amigable como para cuidar un bebé y a la vez valiente y agresivo para brindar seguridad a la casa y a la finca en general.

Siempre fue consentido por todos en casa; se convirtió en parte importante de nuestras vidas; en alguna ocasión desapareció por varios días; que angustia viví en esos días; lo buscaba por todos lados, día y noche; no llegaba; incluso alcanzamos a imaginar lo peor pero afortunadamente regresó; tal vez andaba de “perro”, aunque llegó bastante sucio y delgado; tuvimos que bañarlo, después de unos días recuperó su peso normal y siguió acompañándonos por unos días más.

Fotografía de Manuel Vargas
Recuerdo que era semana santa; hasta el miércoles o jueves ambos perros estaban en casa; esas noches les di la comida y como todas las veces les hablé como un demente; el viernes ninguno apareció; en el potrero, y cerca de las vacas estaba Baxter; Rocky por ningún lado aparecía; al revisar a Baxter pude notar que estaba demasiado débil, tomaba demasiada agua; en sus ojos se notaba; estaba intoxicado; inmediatamente pensamos lo peor; Rocky tal vez corrió con la misma suerte; por desgracia y a diferencia de Baxter, no logró sobrevivir.

Lamentablemente Rocky nunca volvió; lo buscamos por todos lados; nunca lo encontramos; nunca más lo volvimos a ver; dejó en nuestras vidas y en nuestros corazones un vacío que hasta la fecha nada ni nadie lo ha llenado…









Comentarios

Entradas populares de este blog

CON EL ALA ROTA

LAS VERDADES DE MI MADRE

‘La Travesía del Atlántico’ de Robert Hayden Poderosa traducción de Felipe Botero